Ortega y el Botellón de las Masas

Hace casi 16 años yo tenía 16 años. Entonces, uno de los placeres mejores era juntarnos los amigos en un solar y bebernos unas botellas de cerveza, que muchas veces estaba caliente y hasta desbravada. Hablábamos de lo divino y lo humano, sin tener muy claro qué cosas eran divinas y qué cosas humanas, coreábamos canciones de Siniestro Total y exagerábamos nuestra vida amorosa. Eran momentos felices como sólo son posibles a los 16 años.
Lo que nosotros hacíamos no tenía nombre, y no quiero decir con esto que hiciéramos nada malo, sino que no tenía nombre de verdad. Bebíamos botellas y botellines, pero desconocíamos el botellón. La palabra ‘botellón’ comenzó a significar lo que hoy significa al institucionalizarse aquella inocente práctica de juntarse a charlar y beber con los amigos. Por supuesto nosotros no esperábamos entonces nada del Ayunamiento. A lo sumo hubiéramos exigido, de darse el caso, que nos dejaran en paz. Hoy, sin embargo, vemos cómo Ayuntamientos de todos los colores proponen la creación de lugares donde se pueda practicar el botellón (verbi gratia). Esas propuestas no son (sólo) caprichos, sino que en cierto modo constituyen una respuesta a cierta demanda social. Los del botellón no esperan que los Ayuntamientos les dejen en paz, esperan que colaboren, que les ayuden, que les pongan un sitio con servicios, donde no tengan que soportar las quejas de los vecinos, donde haya cerquita una ambulancia, por si las moscas, y que se vea pasar de vez en cuando a la policía. Pertenece a la misma esencia del botellón considerar todas estas cosas como exigibles a la res publica.
Lo del botellón es un síntoma más de lo que Ortega, con acierto, denominó ‘Rebelión de las masas‘. Lo que diferencia nuestras reuniones cerveceras del actual botellón es el componente masivo de éste. Recuerdo que, en cuanto comenzó a hablarse de botellón de forma generalizada (estaba yo en la universidad), pronto apareció un fenómeno nuevo: el macro-botellón. El ‘macro’, sin embargo, no es un añadido accidental al botellón, sino su desarrollo lógico. En el botellón no se junta un grupo de amigos, de camaradas, a beber y a hablar ‘de lo divino y lo humano’. En el botellón se reúne la masa babosa e indiferenciada a beber y poco más, porque el ruido y la música impiden toda conversación. En el botellón, cuanta más gente haya, mejor.
Según Ortega, uno de los rasgos que caracterizan a la masa es su completa renuncia al esfuerzo, unida a una glorificación de su mediocridad. El hombre-masa exige que sus más bajas pasiones sean respetadas e incluso fomentadas por el Estado.
La masa no lucha por la libertad individual, pero es capaz de movilizar todas sus fuerzas por hacer botellón. Recuerdo que cuando se prohibió beber en la via pública, oleadas de adolescentes salieron a la calle para reivindicar su derecho al botellón. Nadie protestó por el pésimo sistema educativo que sufrían, ni por los precarios contratos laborales, ni por nada. Pero el botellón ni se toca. Es más, el mismo Estado que prohibió el botellón, se ve ahora obligado a legalizarlo, a darle un espacio, a subvencionarlo y hasta a legitimarlo. Parece, entonces, que la profecía de Ortega se ha cumplido. La masa ha irrumpido en el Estado y de ahí nada bueno puede salir. Los llamados ‘concejales de juventud’ que, desde todos los partidos (la masa no tiene ideología) pretenden dar asistencia al botellón, no son sino la voz misma de la masa reclamando lo que es suyo: pan y circo, pero sobre todo circo. Es más, sólo circo.
La masa es el concejal de juventud de turno, o el diputado somnoliento, o el ministro de moda que, aunque suelen presentarse como la máxima expresión de la libertad, constituyen, sin embargo, el mayor peligro para ésta. Y conste que aquí el botellón es sólo un síntoma, pero la cosa puede extenderse fácilmente a otros ámbitos. La masa, dice Ortega, sólo fue posible gracias a las democracias liberales; pero siendo las masas el retoño de la democracia, también son su mayor enemigo, pues no aspiran a que el Estado les deje en paz; aspiran a que el Estado las asista en sus caprichos; y ese, y no otro, es el camino del totalitarismo.
La cuestión es que probablemente el pobre concejal-masa alegará: «Bien, ¿pero qué quiere que haga?». Y el drama es que tiene razón, aunque su queja es incompleta. Debería ser valiente y decir lo que verdaderamente quiere decir:  «Bien, ¿pero qué quiere que haga para que me voten?». Esto sí que es modernidad líquida.