UN TROCITO DE KIERKEGAARD, EL FILÓSOFO DEL CORAZÓN PARTIDO
26 octubre, 2017 8 comentarios
A ti que deseas conocerte y comprenderme, a ti que aprecias los pensamientos profundos y los elevados sentimientos, a ti te dedico esta sutil reflexión de Søren Kierkegaard, que ocupa solamente las cuatro páginas casi finales de su primera obra: O lo uno o lo otro. Un fragmento de vida.
Obra que es tanto una incitación a vivir ética y religiosamente, como una introducción a la filosofía de su autor, original pensador que reniega de los filósofos. Está dividida en dos tomos, lo cual obedece paradójicamente a su unidad, pues, como indica su título, esta es una unidad fragmentada, la unidad de una alternativa, de una oposición imposible de resolver en una mediación. La unidad consiste en que ambos tomos tratan de lo mismo, del amor, y de tal manera que ni el primero de ellos llega a entenderse bien hasta que no se ha entendido el segundo ni este puede ser comprendido cabalmente sin haber leído antes aquel; la ruptura, en que el amor de que se trata en un tomo es absoluta y radicalmente contrario al amor de que se trata en el otro. En el primero se expresa el amor finito, el amor de circunstancias, el amor ocasional; amor estético, sensual, inmediato, o sea, que no tiene una historia, un desarrollo a lo largo del tiempo (pasado, presente y futuro), que vive la vida de repente, en el instante, y muere la muerte de continuo, en el melancólico recuerdo de su “primera vez”; amor escéptico, dubitativo, indeciso, que no asume ningún compromiso, que no alcanza a estimar la verdad y la franqueza, sino que se queda en lo interesante como superficial experimentador que solo pica de flor en flor sin entregarse, sin confiarse jamás a causa alguna; amor a medias, inspirador de pensamientos a medias, que es, por tanto, desesperación. Y en el segundo se expresa el amor infinito, esencial, el amor que liga a lo largo del tiempo lo finito, lo particular, lo concreto, a lo infinito, a lo general, a la idea; amor ético, sentimental, espiritual, que de continuo transforma lo que inmediatamente es en lo que debe ser, que nunca deja de transfigurar lo contingente en lo ideal, en lo ejemplar; amor mediato, que tiene una historia, que va concretándose, que va tomando cuerpo en la vocación, el matrimonio y la amistad; amor comprometido y entusiasta que obra el buen entendimiento y que halla reposo en la soledad del amor a Dios, inspirando así consideraciones edificantes, es decir, pensamientos que, a diferencia de lo interesante, quitan dudas y dan esperanzas; amor que en lo edificante posee el criterio de la verdad; amor que es, por todo ello, libertad, plena libertad.
Precisamente, del amor que en la soledad del desierto se alza al cielo calmando tormentas es de lo que tratan estas cuatro páginas. Léelas al menos con el corazón abierto, si no partido, y ya me cuentas.
Juan José Bayarri Torrecillas.
LO QUE HAY DE EDIFICANTE EN EL PENSAMIENTO DE QUE, CON RESPECTO A DIOS, SIEMPRE ESTAMOS EN EL ERROR
Estar en el error. – ¿Cabe imaginar un sentimiento más doloroso que ése? ¿No vemos que los hombres prefieren padecer cualquier cosa antes que reconocer que están en el error? Claro que no aprobamos esa terquedad ni en nosotros mismos ni en los demás, pensamos que sería más sabio y acertado reconocer nuestro error cuando realmente tenemos uno, afirmamos que el dolor que acompaña al reconocimiento sería como una amarga medicina curativa, pero no ocultamos el dolor que comporta estar en el error, el dolor de reconocerlo. Soportamos el dolor, entonces, porque sabemos que es para nuestro bien, nos consuela pensar que alguna vez conseguiremos resistir con más fuerza, que llegaremos al punto de no errar realmente sino en raras ocasiones. A todos nos resulta muy natural y evidente considerar las cosas de ese modo. Hay, pues, algo edificante en el hecho de estar siempre en el error, justamente en la medida en que, al reconocerlo, nos edificamos en la expectativa de que sucederá con menor y menor frecuencia. Pero no queríamos aliviar la duda mediante esas consideraciones, sino meditando acerca de lo que hay de edificante en el hecho de que siempre estamos en el error. Pero si aquella primera consideración era edificante al conceder la esperanza de llegar, con el tiempo, a ya no estar en el error, ¿cómo puede serlo también la consideración opuesta, la consideración que nos enseña que siempre, tanto en lo que hace al pasado como al porvenir, estamos en el error?
Tu vida te pone en relaciones diversas con otros hombres. Algunos de ellos aman lo justo y la justicia; otros no parecen querer realizarlos, obran contigo de manera injusta. Tu alma no es insensible al dolor que éstos te acarrean, pero te escudriñas y te examinas, te aseguras de estar en lo cierto, y te apoyas calmo y firme en esa convicción; por mucho que me lastimen, dices, no lograrán privarme de la paz de saber que estoy en lo cierto y que padezco el error. En esa consideración hay una satisfacción, una alegría que cada uno de nosotros ha saboreado seguramente, y, mientras sigues padeciendo el error, te edificas en el pensamiento de que estás en lo cierto. Esa consideración es muy natural y comprensible, y a menudo se la verifica en la vida; pero no queríamos aliviar la duda ni curar la preocupación mediante ella, sino meditando acerca de lo que hay de edificante en el pensamiento de que siempre erramos. ¿Puede la consideración opuesta tener el mismo efecto?
Tu vida te pone en relaciones diversas con otros hombres; a alguno te acercas con un amor más íntimo que a otros. Ahora bien, si ese hombre que es objeto de tu amor obrara injustamente contigo, ¿no es verdad que te dolería, pero que, examinándolo todo con cuidado, dirías: sé para mí mismo que estoy en lo cierto, ese pensamiento me aliviará? – ¡Ah, no te aliviaría si lo amaras! Pondrías todo en cuestión. Lo único que podrías entender es que él habría errado, pero ¿te tranquilizaría saberlo? Desearías haber errado tú, verías si no puedes hallar algo que hable en su defensa y, si no lo hallaras, sólo hallarías reposo en el pensamiento de que tú estás en el error. Si te hubiese correspondido velar por el bienestar de ese hombre, harías todo lo que estuviera a tu alcance, y si, aun así, el otro no le diera importancia y sólo te infligiera pena, ¿no es verdad que ajustarías cuentas y dirías: Sé que he obrado con él de manera justa? – ¡Ah, no! Si lo amaras, ese pensamiento no haría sino angustiarte, te aferrarías a cualquier probabilidad y, si no hallaras ninguna, tomarías la cuenta y la harías pedazos para poder olvidarla, e intentarías edificarte en el pensamiento de que tú estabas en el error.
¡Estar en el error es doloroso, y es tanto más doloroso cuanto más frecuentemente se lo está; estar en el error es edificante, y es tanto más edificante cuanto más frecuentemente se lo está! Sí, es una contradicción. ¿Cómo es posible explicarla, si no porque en uno de los casos estás obligado a reconocer aquello que, en el otro caso, deseas reconocer? ¿Pero el reconocimiento no es el mismo? ¿Influye de algún modo en él el hecho de que uno desee o no desee? ¿Cómo es posible explicar esto, sino porque en uno de los casos amabas, y no en el otro; porque en uno de los casos, dicho de otro modo, estabas en una relación infinita con alguien, y, en el otro caso, en una relación finita? ¡Desear estar en el error, entonces, es expresión de una relación infinita; querer estar en lo cierto, o considerar que es doloroso estar en el error, es expresión de una relación finita! ¡Es edificante, entonces, estar siempre en el error, pues sólo lo infinito edifica, no lo finito!
Si aquel a quien amaras fuese un ser humano, por más que tu amor consiguiera mentirte piadosamente a ti y a tu pensamiento, aun así seguirías estando en una contradicción, porque sabrías que estás en lo cierto, pero desearías más y más creer que estás en el error. Si aquel a quien amaras, en cambio, fuese Dios, ¿podría hablarse de una contradicción semejante? ¿Podrías entonces estar al tanto de alguna otra cosa además de aquello que desearías creer? Aquel que está en el cielo, ¿no sería más grande que tú, que estás en la tierra? ¿No sería su riqueza más abundante que tu ración, su sabiduría más profunda que tu astucia, su santidad mayor que tu justicia? No necesariamente habrás de reconocer que es así, pero, si lo reconoces, entonces no hay contradicción alguna entre tu saber y tu deseo. Y, sin embargo, si te fuese necesario reconocerlo, no habría nada de edificante en el pensamiento de que siempre estás en el error, pues se ha dicho que, si el hecho de estarlo resultaba ser doloroso en una oportunidad y edificante en la otra, era porque en un caso le era a uno necesario reconocer aquello que, en el otro caso, deseaba reconocer. Así, pues, aunque en tu relación con Dios estarías libre de la contradicción, habrías perdido lo edificante; pero eso era precisamente lo que queríamos meditar: lo que hay de edificante en el hecho de que siempre estamos en el error con respecto a Dios.
¿Es realmente así? ¿Por qué desearías estar en el error con respecto a un hombre? Porque amas. ¿Por qué lo considerarías edificante? Porque amas. Cuanto mayor fuera tu amor, menos tiempo tendrías para deliberar acerca de si estás en lo cierto o no, tu amor tendría un solo deseo, a saber, poder estar siempre en el error. Así también en tu relación con Dios. Amas a Dios, y por eso tu alma sólo podría hallar reposo y alegría en el hecho de poder estar siempre en el error. No habrías llegado a ese reconocimiento a partir de laboriosos pensamientos, no estarías obligado a ello, pues, cuando amas, estás en libertad. Cuando el pensamiento te diera la certeza de que es así, de que no podría ser de otro modo, sino que debes estar siempre en el error, o que Dios debe estar siempre en lo cierto, esa certeza sería posterior; y no llegarías a saber que estás en el error a partir del reconocimiento de que Dios está en lo cierto, sino que a partir del único y más alto deseo del amor, del deseo de poder estar siempre en el error, llegarías al reconocimiento de que Dios está siempre en lo cierto. Pero ese deseo, por tanto, es un asunto del amor y de la libertad, y no estarías en modo alguno obligado a reconocer que siempre estás en el error. No sería la reflexión la que te mostraría que siempre estás en el error, sino que la sabiduría consistiría en que ese hecho fuese edificante para ti.
Es edificante, por tanto, pensar que siempre estamos en el error con respecto a Dios. Si ése no fuese el caso, si esa convicción no tuviese su fuente en la totalidad de tu ser, en el amor que hay en ti, tu manera de considerarlo habría cobrado también un aspecto distinto. Habrías reconocido que Dios siempre está en lo cierto, habrías estado obligado a reconocerlo, y como consecuencia de ello habrías estado obligado a reconocer que tú estás siempre en el error. Esto último sería ya más difícil, pues si bien puedes estar obligado a reconocer que Dios siempre está en lo cierto, no puedes estar realmente obligado a aplicarlo a ti mismo, a asumir ese reconocimiento en la totalidad de tu ser. Reconocerías, entonces, que Dios siempre esté en lo cierto y, como consecuencia de ello, que tú siempre estás en el error, pero ese reconocimiento no sería edificante para ti. No hay nada de edificante en el hecho de que Dios siempre esté en lo cierto y, por ende, tampoco en un pensamiento que sea su consecuencia necesaria. Cuando reconoces que Dios siempre está en lo cierto, estás fuera de Dios, y lo mismo cuando, como consecuencia de ello, reconoces que tú siempre estás en el error. Cuando, en cambio, no ya en virtud de un conocimiento previo, presupones y estás convencido de que siempre estás en el error, te cobijas en Dios. Ése es tu culto, tu devoción, tu temor de Dios.
Amas a alguien, y deseas poder estar siempre en el error respecto de él; pero ¡ah!, te es infiel y, aunque muy a tu pesar y por mucho que te doliera, estarías en lo cierto respecto de él y en el error al amarlo tanto. Pero tu alma exigiría amar de ese modo, sólo en ello hallarías reposo, paz y dicha. Entonces tu amor pasaría de lo finito a lo infinito, allí encontraría su objeto y llegaría a ser dichoso. Dios es aquel a quien quiero amar, dirías, él le da todo a quien lo ama, satisface mi más alto y único deseo, el de estar siempre en el error frente a él; nunca me apartará de él alguna angustiosa duda, nunca me aterrorizará el pensamiento de que yo podría estar en lo cierto frente a él, frente a Dios estoy siempre en el error.
¿O no es así? ¿No sería ése tu único y más alto deseo? ¿Y no se apoderaría de ti una terrible angustia si por un momento irrumpiera en tu alma el pensamiento de que podrías estar en lo cierto, que la sabiduría no estaría en la providencia divina, sino en tus planes; que la justicia no estaría en los pensamientos de Dios, sino en tus hazañas; que el amor no estaría en el corazón de Dios, sino en tus sentimientos? ¿Y no sería para ti una bienaventuranza no poder amar jamás de la manera en que eres amado? Entonces, el hecho de que siempre estés en el error respecto de Dios no es una verdad que debas conocer, ni un consuelo que calme tu dolor, ni una retribución por algo mejor, sino la alegría de triunfar sobre ti mismo y sobre el mundo, tu regocijo, tu canto de alabanza, tu culto, una prueba de que tu amor es dichoso como sólo lo es el amor con el que se ama a Dios.
Así, el hecho de que siempre estemos en el error con respecto a Dios es un pensamiento edificante; es edificante que estemos en el error, es edificante que lo estemos siempre. Su poder de edificación se muestra doblemente, primero porque pone término a la duda y alivia la inquietud de la duda, y además porque alienta tu obrar.
Kierkegaard. O lo uno o lo otro. II, 326-330.
Buenas, ya he leído con toda la atención que he podido el escrito del blog. Creo que ciertamente me supera la reflexión a la vez que no la comparto ya que sabes que entre mis preocupaciones no están los temas relacionados con Dios. No veo razonable que se esté en error siempre que hablemos de asuntos de Dios, ya que yo incluso podría contemplar la posibilidad de que Él también pudiera errar si es que existe. Sobre lo que habla de lo edificante y no edificante del error da la sensación de que en algún momento se fumó un cigarrito de la risa. En serio, no entiendo las teorías cuánticas que es donde yo situaría estas reflexiones y además de no entenderlas por mi falta de preparación, tampoco las comparto mucho por falta de demostración empírica. Creo que al principio del escrito, habla de vivir la vida de una forma ética y religiosa, ¿es que las asimila? ¿son posibles la una sin la otra? Yo creo que puede vivirse una vida sin religiosidad y de una forma ética o una vida religiosa con una ética especial y no universal, ahí tenemos por ejemplo las distintas religiones. Bueno amigo, como no tengo capacidad para rebatir tus argumentos pues aquí lo dejo aunque podamos hablar más del tema. Besos.
Muy buenas, mi querido Chabatolas.
Reconozco que no es fácil entender a Kierkegaard. Y no es que él se exprese mal, sino que trata de sentimientos y pensamientos y de cómo se afectan entre sí, y el lenguaje resulta impreciso cuando uno no tiene o no da con las experiencias vitales y la sensibilidad a la que se refiere. Entender a Kierkegaar requiere, además de observación empírica, de introspección, porque él nos habla de la interioridad del sujeto, y con el sujeto suele pasar que interiormente no es lo que exteriormente parece ser. Suele pasar, por ejemplo, que el que ríe y canta está ahuyentando con ello su odio, o su temor, o su pena, y en verdad no está contento; y que el que en lo exterior vive muy cómodamente, en lo interior está muerto de aburrimiento. Y es porque reconozco esta dificultad por lo que te agradezco que te esfuerces en entender la entrada.
Fíjate bien y verás que Kierkegaard no dice “que se esté en el error siempre que hablemos de asuntos de Dios”, lo que dice es que con respecto a él siempre estamos en el error. Con esta expresión quiere manifestar que no podemos contender con Dios, que no podemos entenderlo. Dios no es objeto adecuado para nuestro entendimiento sino para nuestro amor, e intentar entenderlo es infravalorarlo, es socavar el amor a él. Claro que podemos hablar de asuntos de Dios, y debemos hablar con verdad, y hablamos con verdad si ponemos la razón al servicio de la pasión, elaborando un discurso que encienda esta pasión, este amor a Dios, o sea, elaborando pensamientos edificantes.
Kierkegaard distingue perfectamente ética y religión. Aquella es amor al entendimiento, es decir, a lo general, a la idea, a regirse por ella; la religión es amor a Dios, es decir, , a lo único que sobrepasa la idea. Sin embargo, este amor a Dios no es, en esencia, otro que el amor a la idea, el cual salta de ella para ponerse en brazos de Dios y alcanzar así su plena expresión, su entera dicha. La ética es como una escalera que nos conduce a Dios, si, una vez subida, saltamos de ella. Uno puede muy bien vivir éticamente sin amar a Dios, pero así no será tan feliz como si vive religiosamente.
Yo no argumento ni en pro ni en contra de nadie; simplemente intento explicar lo que me parece haber entendido de este filósofo que gusta de rondar los límites del lenguaje, y lo intento explicar con la ética o filantrópica intención de iluminar y ser iluminado.
Besos, amigo mío.
Estimado Juanjo
Excelente la breve introducción que nos haces al escrito de Kierkegaard. Pero lo de saltar de la escalera no me convence. Una concepción «realista-objetivista» de la verdad puede ser ingenua, pero indentificarla con el deseo es negarla. Algo buscamos, pero no es esto, no es esto.
Mi querido Ximo:
Muchas gracias por tu comentario. Me alegro de que te guste tanto este trocito de Kierkegaard, con el que, dándolo a probar, he pretendido, más que introducir, tentar; tentar a algunos de esos diablillos glotones que andan por ahí sueltos a que den buena cuenta de la obra entera.
Te doy la razón en que identificar la verdad con el deseo es negarla, y no solo es negarla, es además negar el deseo; pues el deseo sin objeto no es ningún deseo, el deseo necesariamente es deseo de algo. Y Kierkegaard tampoco te llevaría en esto la contraria. Él, en efecto, se refiere en estas páginas a un deseo muy preciso, al que considera el más alto del ser humano, al deseo de estar siempre en el error, de no estar jamás en lo cierto; el más alto, sí, porque es el característico del amor más dichoso y más libre, de aquel que no depende de certeza alguna, sino que se basta a sí mismo para sostenerse, de aquel con el que se ama absolutamente, el único con el que se alcanza a amar a Dios. Quien ama de esta manera, con este ímpetu, se entrega por completo a su amado, se confía a él, le tiene fe; es decir, cree que él tiene la razón y el conocimiento de la verdad, y desconfía frente a él de su propia conciencia, de su propia certeza. Para el más elevado amante, por tanto, el criterio de la verdad no puede residir en su conciencia, en su reflexión, no es la certeza, sino que está en su corazón, en su sentimiento, en su amor, es lo edificante, lo que alimenta su amor, lo que salvaguarda y excita su fe. Pero esto no significa identificar la verdad con el deseo sino con lo absolutamente deseable. Y tan subjetiva es la certeza absoluta, como la absoluta amabilidad; solo que aquella implica necesidad y esta, libertad.
Mis mejores deseos para ti.
Un abrazo.
Todos cuantos te buscan te tientan…
Todos cuantos te buscan te tientan.
Y quienes te encuentran te atan
al gesto y a la imagen.
Yo en cambio quiero comprenderte
como te comprende la tierra;
con mi madurar
madura tu reino.
No quiero de ti vanidad alguna
que te demuestre.
Sé que el tiempo
no se llama como tú.
No hagas por mí milagros.
Da la razón a tus leyes
que de generación en generación
se tornan más visibles.
Rainer Maria Rilke
¡Bellísimo poema!
Tal vez no se pueda comprender nunca la tentación; pero sí se puede tentar a la comprensión.
Si supiera, Señor, que Tú me esperas
en el borde implacable de la muerte,
iría hacia tu luz, como una lanza
que atraviesa la noche y nunca vuelve.
Pero sé que no estás, que el vivir solo
es soñar con tu ser inútilmente
y sé que cuando muera es que Tú mismo
será lo que habrá muerto con mi muerte.
José Luís Hidalgo. Si supiera, Señor…
Mi querido Ximo:
Creo que Kierkegaard diría de este poema que expresa magníficamente la desesperación absoluta. Tan absoluta es, que se manifiesta como saber, como necesidad, y le exige a Dios, el omnisciente, lo que le corresponde a quien de verdad no sabe: esperar.
Espero no haberte decepcionado mucho con esta respuesta tan breve y tan esperada.