Tres reflexiones breves acerca de la realidad y la raíz del filosofar.

I Vapor de Mencia.

Decía Fernando Savater que se va a la filosofía como quien va a Lourdes. Y no menos caminos llevan a Lourdes que a Roma.

Así de la filosofía se dice que es el camino a la Sabiduría, a la Verdad, la Justicia, el Bien, la Belleza… Pero «esas palabras que se llaman filosofía» nacen, según algunos,  de la admiración; de la sorpresa ante la realidad, ante el ser. Pero no ante una realidad ajena, independiente, que el pensamiento hubiera de desvelar, sino una realidad en la que el pensamiento se encuentra inmerso y extrañado; una realidad con ese doble carácter propio y ajeno. Es esta una filosofía que no es una ontología meramente teórica, sino existencial.

El pensamiento permanece junto a este problema [por qué el ser y no la nada] en su vecindad. Acaso no consiga avanzar un solo paso en este trayecto, pero desde él adquieren otra luz aquellos otros: la verdad, la justicia, el bien, la belleza:

Cabe el ser en el horizonte de la nada.

Joaquín Llerena

II El doble carácter de la realidad y del sí mismo. El absoluto.

El primer e inmediato carácter de la realidad, según el cual el pensamiento, la conciencia, está inmerso en ella, está siempre pendiente de ella, por cuanto que de esta realidad depende su propia subsistencia, no viene a ser sino la relación pragmática entre sujeto y objeto. De modo que el segundo y mediado carácter de la realidad, según el cual este mismo pensamiento está extrañado de ella, es decir, de la relación pragmática entre sujeto y objeto, o, lo que es lo mismo, de sí, viene a ser la autoconciencia, la conciencia de sí, el pensamiento de sí. Y aquí, en el segundo carácter de la realidad, en la superación de la inmediatez tangible e irreflexiva, aquí, en la autoconciencia, en el origen de la filosofía, del puro y desinteresado examinar, donde la atareada y laboriosa conciencia pragmática se extraña, se asombra, se pasma de sí, quedando así suspendida, cancelada, superada toda su actividad, toda relación manipuladora, toda realidad efectiva, aquí, en la conciencia de sí, en el pensamiento de sí, el “sí” cobra la significación del ser mismo, del ser absoluto, del verdadero y auténtico ser. Este sí es, él mismo, tanto el sí positivo, afirmativo, determinante, del objeto, como el sí negativo, disruptivo, transgresor, del sujeto, pero precisamente por eso transciende a ambos. Uno y otro son formas, modos, caracteres del sí mismo, del ser absoluto, del espíritu absoluto.

Juanjo Bayarri

III La autoconciencia de desarraigo como raíz de la filosofía y la vuelta de Lourdes.

La raíz de la filosofía es la autoconciencia del desarraigo. El descubrimiento fundacional del pensar, que lo constituye como tal y le da su contenido, es el descubrimiento de la falta de asidero de la conciencia en la realidad. Y el desarraigo de la propia conciencia, descubierto en el mismo acto de ser consciente, es el desarraigo de la realidad misma. El pensamiento infarta la realidad, que ni puede ser, ni ser nada. Y esa guerra, parafraseamos a Heráclito, es el origen de la filosofía, cuyo principio, camino y fin, no es otro que la desesperación. En su lucha tiene la conciencia la capacidad de engendrar falsos tratados de paz y los llama verdad, belleza y justicia, y trata de apaciguar en ellos su inquietud. Pero el pensamiento, mientras lo es, destruye todo lo que fija. De la filosofía se vuelve, entonces, como se vuelve de Lourdes, ilusionado, o desengañado, pero terminal. 

Felipe Garrido

La dialéctica amo y esclavo en la Fenomenología del espíritu de Hegel, II . Comentario a una exposición. Una interpretación lógico-ontológica.

Mi gratitud, Ximo, por esta exposición tan clara y que -nunca mejor dicho- tanto trabajo entraña, y por esa referencia a mi persona, pues la considero tan elogiosa como inmerecida.

No obstante, según entiendo el pasaje que comentas, me parece más clarificador dividirlo, no en tres partes, sino en dos, contrapuestas la una a la otra: 1, la autoconciencia como ser para sí, es decir, como conciencia independiente o señor o muerte, y 2, la autoconciencia como ser para otro, es decir, como conciencia dependiente o siervo o vida; y distinguir en esta segunda parte, a su vez, otras dos, también contrapuestas la una a la otra: 2.1, el temor, y 2.2, la formación. Y me parece más clarificador porque dividiéndolo de este modo su estructura coincide con la del objeto que trata: la autoconciencia.

Para comprender esta estructura de la autoconciencia, hay que recordar que surge como una revelación en la lucha a vida o muerte que la propia autoconciencia sostiene consigo misma a causa de ser lo que es: reconocimiento, conciencia de la conciencia, conciencia de sí. Por eso la autoconciencia se desdobla en dos conciencias exactamente iguales, idénticas, que tienen el mismo objeto de conocimiento: a sí misma puesta como otra; pero que, al mismo tiempo, apetecen devorar y asimilar este objeto y mostrarse gozosas y satisfechas, tal cual son en y para sí. Ahora bien, como al inicio o inmediatamente la autoconciencia está hundida en la inmediatez de la coseidad, de la naturaleza, de la vida, esta apetencia cobra la forma de un desprendimiento, de una separación, de una abstracción y aniquilación de su vida, no de la superación o posición negada de esta. Por ello las dos conciencias inmediatas mueren en la lucha a vida o muerte que de manera inmediata entablan entre ellas, convirtiéndose así la autoconciencia viva y en movimiento en una autoconciencia muerta y desprovista del juego del intercambio de las fijadeces o determinadeces “reconocedora” y “reconocida”; convirtiéndose así la autoconciencia en un ser para sí vacío y quieto, en una mente en blanco, en una “tabula rasa”, en una mente cósica, en definitiva, en una cosa. En esta experiencia de la lucha a vida o muerte que la autoconciencia hace se le revela que las dos conciencias no pueden ser dos simples e inmediatos seres para sí porque entonces se aniquilarían mutuamente, se le revela que la identidad de las dos conciencias no es una identidad inmediata sino mediata, o sea que la una no es más que la negación de la otra, la cual es lo suficientemente independiente, diferente, como para ser negada y, a su vez, negar a la que la niega, y que, por tanto, tan esencial es para la autoconciencia la muerte, la autoconciencia pura, la conciencia sujeto, la conciencia reconocedora, el ser para sí, como la vida, la conciencia objeto, la conciencia reconocida, el ser para otra. La identidad de estas dos conciencias no consiste, pues, en tener igual figura ni determinadez, sino en ser facetas diferentes de idéntica esencia, momentos distintos del mismo movimiento: el de la lucha, ya no a vida o muerte, sino entre la vida y la muerte. La autoconciencia sigue luchando a causa de su identidad, de su mismidad, de su unidad, y su identidad se dirime en esta lucha misma; su identidad es tanto la causa eficiente como la causa final de esta lucha interna suya.

Así podemos comprender ahora la descripción del señor con la que comienza el pasaje que nos ocupa: “El señor es la conciencia que es para sí, pero ya no simplemente el concepto [puro, formal, vacío] de ella, sino una conciencia que es [el] para sí que es mediación consigo a través de otra conciencia, a saber: una conciencia a cuya esencia pertenece el estar sintetizada con el ser independiente o la coseidad en general [-la conciencia siervo].” Es decir: el señor en verdad u objetivamente considerado es la posición negada -o sea, la superación- del siervo, de la conciencia sintetizada con la coseidad en general, con el ser independiente. Comprendemos esta superación cuando vemos que el siervo tiene dos sentidos o modos contrapuestos de ser siervo o de ser para otro: el propio, inmediato, positivo o esencial -en el que el “otro” de su ser para otro es el ser independiente, la coseidad en general-, y el impropio, mediado, negativo o inesencial -en el que el “otro” de su ser para otro es el señor, la conciencia independiente-, y cuando vemos también que aquel primer “otro” de su ser para otro funciona como causa formal (morphé), mientras que este segundo “otro” de su ser para otro desempeña el papel de causa final (têlos), y que el sentido o modo impropio de ser para otro es la superación del sentido o modo propio de ser para otro y viceversa. Entonces comprendemos que la verdad del señor es el siervo, el siervo para el que el señor, la conciencia independiente, es la esencia (têlos), o sea, el siervo que es la superación del siervo para el que lo esencial es el ser independiente, la coseidad en general morphé). Todo esto se ve en los párrafos que Hegel dedica al señorío.

Y así como la verdad del señor es la posición negada -o sea, la superación- del siervo en sentido propio, es decir, la verdad del señor es aquel siervo señoreado y descosificado, desnaturalizado, el siervo en sentido impropio, así el siervo en verdad u objetivamente considerado es la posición negada -o sea, la superación- del señor en sentido propio. Pues también en el señor se distinguen dos sentidos o modos contrapuestos de ser señor o de ser para sí: el propio, inmediato, positivo o esencial -en el que el “sí” de su para sí es la pura negatividad de la forma universal pura, el puro yo-, y el impropio, mediado, negativo o inesencial -en el que el “sí” de su para sí es la forma que es, la forma objetiva que permanece, la muerte-, y se advierte también que aquel primer “sí” de su ser para sí funciona como causa final (têlos), mientras que este segundo “sí” de su ser para sí desempeña el papel de causa formal (morphé) (*), y que el sentido o modo impropio de ser para sí es la superación del sentido o modo propio de ser para sí y viceversa. Por tanto, la verdad del siervo es el señor, el señor en sentido impropio, el señor sierveado, naturalizado, objetivado, cosificado, el señor para el que la esencia es la forma objetiva (morphé), o sea, el señor que es la superación del señor para el que la esencia es la forma pura (têlos). Todo esto se ve en los párrafos que Hegel dedica a la servidumbre, es decir, al temor y a la formación.

(* La morphé, la verdad, que es para el siervo el aparecer de lo cósico, es para el señor el desaparecer de lo mismo; lo que es para el siervo una forma de vida, es para el señor una forma de muerte.)

La verdad del señor es el siervo y la verdad del siervo es el señor; ambos se reconocen mutuamente, lo que ocurre es que ninguno de ellos ya es en verdad lo que presume ser y, por tanto, ninguno se reconoce a sí mismo en el otro -como a sí mismo. El reconocimiento no se ha consumado aún: se reconocen como su verdad, pero no como su concepto. La lucha entre el señor y el siervo que en este pasaje presenta Hegel no es una lucha entre dos clases sociales, sino el debatirse de la autoconciencia entre la morphé y el têlos, entre el ser y el deber ser, entendiendo “deber” no en sentido moral sino en el de necesidad o apetencia. En este debatirse, en esta dialéctica de la autoconciencia está en juego su unidad, su integridad, su mismidad, su autenticidad.

La conciencia sierva está esencialmente cosida a la coseidad; por eso nada, ni siquiera el temor al señor absoluto, la muerte, puede hacer que se aferre a la vida; es, más bien, lo contrario: por estar esencialmente cosida a la coseidad es por lo que puede temer esencialmente al señor. Pues es el señor quien haciéndole temblar de miedo, lejos de aumentarle su apego a la vida, le provoca un desgarro en las costuras, que le permite agarrar las cosas y transformarlas. El señor no esclaviza al esclavo, sino que este es esclavo por su propia esencia, la cual no le permite abstraerse de la vida, más que reconociendo al señor como señor, como quien lo libera y fluidifica. Esta cooperación de señor y siervo es una prueba clara de que no estamos ante una lucha de clases, sino ante el funcionamiento dialéctico de la autoconciencia considerada como entelequia, como Aristóteles consideró a su motor inmóvil, el entendimiento que se entiende a sí mismo, o como Leibnitz consideró a sus mónadas.

Temor y formación son los dos movimientos contrapuestos en los que se manifiesta la esencia, la singularidad del siervo. El temor es el movimiento por medio del cual el siervo experimenta, es decir capta, recibe en él mismo, se apropia, hace suya la negatividad, la singularidad del señor hasta convertirla en su propia singularidad; el ser para sí que en el señor era para el siervo algo ajeno, algo fuera de sí, un ser para otro -o sea, para el siervo- es ahora, mediante el temor, algo propio, un ser en sí -o sea, en él, en el siervo-, es su propia singularidad. En otras palabras: por el temor, que diluye cuanto de fijo hay en el siervo, este vuelve en sí, y este en sí es el otro del para sí del señor, el otro que es la singularidad del siervo. A este movimiento introvertido del temor se le contrapone un movimiento extravertido: la formación. Mediante ella el siervo expresa su singularidad en una forma de muerte que, sobreponiéndosela a la contrapuesta, que antes le atemorizaba, lo convierte en el verdadero señor, en el que da su propia forma, su propio sentido (têlos) a la vida (morphé). Mediante la formación, pues, se consuma el reconocimiento parcial del siervo como la verdad del señor; en esta expresión de la singularidad del siervo, de su en sí, singularidad o en sí que es el otro de la singularidad del señor, el siervo se reconoce a sí mismo como señor y este mismo reconocimiento es el del señor reconociendo en el siervo ya no solo a su verdad sino a sí mismo. La autoconciencia acaba de llegar en este momento a saber, por su propia experiencia y trabajo, que ella es un señor, una entelequia, una conciencia independiente.

Juanjo Bayarri Torrecillas

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Confieso que he leído

Establecer distinciones claras no es característico de todos los hombres.

Aristóteles

El pasado mes de junio inicié la lectura del Tractatus logico-philosophicus de Ludwig Wittgenstein. La celebración del centenario de su publicación en alemán ha pasado sin pena ni gloria, lo que no deja de ser notorio pues es común presentarlo junto a Ser y tiempo de Martin Heidegger como el libro más influyente de la filosofía del siglo XX. Quiero pensar que este olvido se debe más a la situación sanitaria mundial, poco apta para reuniones y congresos, que a un cambio en las actuales tendencias y gustos  de la filosofía. No estoy seguro. Pero si esto significa que actualmente Wittgenstein no es venerado como un profeta o una estrella de rock, entonces podemos celebrarlo.

Había, claro está,  hojeado, repetidas veces el libro y conocía sus más célebres sentencias:  el objetivo del libro, su sentido,  «trazar límites al pensamiento, o mejor dicho a la expresión de los pensamientos… «, la función terapéutica de la filosofía, la distinción entre decir y mostrar, el mostrarse de lo místico, el silencio… los tópicos manoseados y repetidos. Pero no había hecho una lectura cuidadosa y sistemática, deteniéndome en cada aforismo, más bien al contrario había saltado sobre las dificultades eludiéndolas y, menos aún, había intentado una comprensión unitaria de todos sus temas. Reparar esta situación fue el reto que nos propusimos a principios del verano, y como siempre, me gusta disponer de buenos compañeros de viaje, para éste han sido: Russell, Kenny, Mounce, Morris, Tomasini y alguno más. He utilizado fundamentalmente la edición de Luis María Valdés y también la traducción de Isidoro Reguera y Jacobo Muñoz. -Del más importante compañero hablaré al final. He recurrido repetida y recurrentemente a la ayuda de cada uno hasta el parágrafo 6.4 «Todas las proposiciones tienen el mismo valor» ese último trayecto hasta el aforismo 7.» De lo que no se puede hablar, hay que callar», he decidido hacerlo solo, he querido apartarme de los rumores y de los fármacos, tal como en la película El Señor Ibrahim y las flores del Corán, el anciano que retorna a su tierra se adelanta a su joven compañero en el último trecho, advirtiendo la cercanía de lo sagrado. Que dejaría de serlo sin la debida soledad.

Ha sido en este mes de noviembre cuando he llegado a la última página, no sé si he cumplido el objetivo que propone Wittgenstein en el Prólogo: «su objetivo lo alcanzaría si procurase placer a quien lo leyera comprendiéndolo». Sí sé que no habrá sido por falta de esfuerzo y también que el placer ha sido mucho.

Leer el Tractatus no ha cambiado mi vida, al  menos de momento. Ni ha alterado en lo esencial el juicio sobre mí mismo. Pero me ha permitido conocer de manera directa y genuina los problemas que allí se plantean: los discutidos objetos simples y la posible metafísica a ellos asociada, la naturaleza del lenguaje y su relación con el mundo y el pensamiento, la naturaleza de la lógica, el paradójico final del libro: el sinsentido que muestra o – quizá-  el mostrarse del sinsentido.

Todo esto no habría sido posible sin la compañía, ayuda y guía de mi amigo Juanjo. Nos queda aún la síntesis final: la integración  de todos los temas y problemas ante un jugoso chuletón acompañado de Ribera del Duero y si se tercia con un espumoso al anochecer. Pues ha de servir también la filosofía a celebrar lo más preciado en la vida: la amistad.

La pregunta por el ser. Ser y Tiempo de Martin Heidegger

 

Se pretende plantear de nuevo la pregunta por el ser, porque tal pregunta ha caído en el olvido. Y ha caído en el olvido, porque su respuesta, más o menos conscientemente, se tenía por obvia: ser se concibe como realidad, en el sentido de mero estar-ahí, como presencia. Lo que alega Heidegger es que tal concepción del ser corresponde solamente a una forma del ser entre otras, y además a una forma del ser no originaria, básica o fundamental, sino fundada en otras, concretamente en la forma del ser de lo útil, que a su vez se basa en la forma del ser de la existencia humana. Más primario que la realidad es lo que Heidegger llama el ser-a-la-mano , esto es, la forma del ser de lo útil, fundada también en la forma del ser del hombre; el ser de lo útil es la forma del ser en que inmediatamente se dan los entes no humanos (incluidos los entes naturales) al hombre; los útiles refieren unos a otros en plexos relacionales que a su vez remiten a la existencia humana. La existencia humana no tiene la forma de ser de lo útil, ni tampoco la de la mera presencia (realidad), sino que su forma de ser es la existencialidad, es decir, el poder ser, el ser siempre sus posibilidades; el poder efectuar las posibilidades propias desde un estado fáctico -ser arrojado- que las determina limitándolas y a la vez posibilitándolas, absorbido en lo útil y con los otros hombres.

Así las cosas, ¿será posible encontrar una única forma del ser, un sentido unitario del ser que, a la vez, mantenga las diferencias?

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