De la valentía en tiempos revueltos.

…la valentía es,  en cierto modo, conservación.

-¿Qué clase de conservación?

-La conservación de la opinión engendrada por la ley, por medio de la educación, acerca de cuáles y cómo son las cosas temibles. Y he dicho que ella era conservación «en toda circunstancia», en el sentido de que quien es valiente ha de mantenerla -y no expulsarla del alma nunca- tanto en los placeres y deseos como en los temores.

[…] no tenemos otros propósito que el que adquieran [los guardianes], al seguir nuestras leyes, una especie de tintura que  sea para ellos una opinión indeleble acerca de lo que hay que temer y de las demás cosas; de manera tal que esa tintura resista a aquellas lejías que podrían borrarla: por ejemplo, el placer, que es más poderoso para lograrlo que cualquier soda calestrana; o bien, el dolor, el miedo y el deseo, que pueden más que cualquier otro jabón. Pues bien, al poder de conservación -en toda circunstancia- de la opinión correcta y legítima lo considero «valentía».

República. Platón

Esta vez sin glosa. Piense el lector, aplique y extraiga consecuencias.

Perspicacia Orteguiana. Meditación para reinventores

Por esto recomiendo al lector que ahorre la malignidad de una sonrisa al encontrar que en los últimos capítulos de este volumen se hace con cierto denuedo, frente al cariz opuesto de las apariencias actuales, la afirmación de una pasión, de una probable unidad estatal de Europa. No niego que los Estados Unidos de Europa son una de las fantasías más módicas que existen, y no me hago solidario de lo que otros han pensado bajo estos signos verbales. Mas, por otra parte, es sumamente improbable que una sociedad, una colectividad tan madura como la que ya forman los pueblos europeos, no ande cerca de crearse su artefacto estatal mediante el cual formalice el ejercicio del poder público europeo ya existente. No es, pues, debilidad ante las solicitaciones de la fantasía ni propensión a un «idealismo» que detesto, y contra el cual he combatido toda mi vida, lo que me lleva a pensar así. Ha sido el realismo histórico el que me ha enseñado a ver que la unidad de Europa como sociedad no es un «ideal», sino un hecho y de muy vieja cotidianidad. Ahora bien: una vez que se ha visto esto, la probabilidad de un Estado general europeo se impone necesariamente. La ocasión que lleve súbitamente a término el proceso puede ser cualquiera: por ejemplo, la coleta de un chino que asome por los Urales o bien una sacudida del gran magma islámico.

José Ortega y Gasset. Prólogo para franceses. «Het Witte Huis», Oegstgeest. Holanda, mayo de 1937. La rebelión de las masas.


La vida sigue igual ¿o no?. Epílogo, los males de España.

....la entraña
Toda hiel sempiterna del español terrible,
Que acecha lo cimero
Con su piedra en la mano.

Luis Cernuda. A un poeta muerto

.

Cabría ordenar, según su gravedad, los males de España en tres zonas o estratos.

Los errores y abusos políticos, los defectos de las formas de gobierno, el fanatismo religioso, la llamada «incultura», etc., ocuparían la capa somera, porque o no son verdaderamente males, o lo son superficialmente. De ordinario, cuando se habla de nuestros desdichados destinos, sólo a algunas de estas causas o síntomas se alude. Yo no los miento en las páginas que preceden como no sea para negarles importancia: considero un error de perspectiva histórica atribuirles gran significación en la patología nacional.

En estrato más hondo se hallan todos esos fenómenos de disgregación que en serie interrumpida han llenado los últimos siglos de nuestra historia y que hoy, reducida la existencia española al ámbito peninsular, han cobrado una agudeza extrema. Bajo el nombre de «particularismo y acción directa», he procurado definir sus caracteres en la primera parte de este volumen. Esos fenómenos profundos de disociación constituyen verdaderamente una enfermedad gravísima del cuerpo español. Pero aún así no son el mal radical. Más bien que causas son resultados.

La raíz de la descomposición nacional está, como es lógico, en el alma misma de nuestro pueblo. Puede darse el caso de que una sociedad sucumba víctima de catástrofes accidentales en las que no responsabilidad alguna. Pero la norma histórica, que en el caso español se cumple, esque los pueblos degeneran por defectos íntimos. Trátese de un hombre o trátese de una nación, su destino vital depende en definitiva de cuáles sean sus sentimientos radicales y las propensiones afectivas de su carácter. De éstas habrá algunas cuya influencia se limite a poner un colorido peculiar en la historia de la raza. Así hay pueblos alegres y pueblos tristes. Mas esta tonalidad del gesto ante la existencia es, en rigor, indiferente a la salud histórica. Francia es un pueblo alegre y sano; Inglaterra un pueblo triste, pero no menos saludable. Hay, en cambio, tendencias sentimentales, simpatías y antipatías que influyen decisivamente en la organización histórica por referirse a las actividades mismas que crean la sociedad. Así, un pueblo que, por una perversión de sus afectos, da en odiar a toda individualidad selecta y ejemplar por el mero hecho de serlo, y siendo vulgo y masa se juzga apto para prescindir de guías y regirse por sí mismo en sus ideas y en su política, en su moral y en sus gustos, causará irremediablemente su propia degeneración. En mi entender, es España un lamentable ejemplo de esa perversión. Todavía, si la raza o razas peninsulares hubiesen producido gran número de personalidades eminentes, con genialidad contemplativa, o práctica, es posible que tal abundancia hubiera bastado a contrapesar la indocilidad de las masas. Pero no ha sido así, y éstas, entregadas a una perpetua subversión vital –mucho más amplia y grave que la política- desde hace siglos no hacen sino deshacer, desarticular, desmoronar, triturar la estructura nacional. En lugar de que la colectividad, aspirando hacia los ejemplares, mejorase en cada generación el tipo de hombre español, lo ha ido desmedrando, y fue cada día más tosco, menos alerta, dueño de menores energías, entusiasmos y arrestos, hasta llegar a una pavorosa desvitalización. La rebelión sentimental de las masas, el odio a los mejores, la escasez de éstos –he ahí la razón verdadera del gran fracaso hispánico.

José Ortega y Gasset. España invertebrada

La vida sigue igual ¿o no?. 3ª Entrega

Si ahora volvemos los ojos a la realidad española, fácilmente descubriremos en ella un atroz paisaje saturado de indocilidad y sobremanera exento de ejemplaridad. Por una extraña y trágica perversión del instinto encargado de las valoraciones, el pueblo español, desde siglos, detesta todo hombre ejemplar, o, cuando menos, está ciego para sus cualidades excelentes. Cuando se deja conmover por alguien, se trata invariablemente de algún personaje ruin e inferior que se pone al servicio de los instintos multitudinarios […]
En la elección de la amada, hacemos, sin saberlo, nuestra más verídica confesión […]
Después de haber mirado y remirado largamente los diagnósticos que suelen hacerse de la mortal enfermedad padecida por nuestro pueblo, me parece hallar el más cercano a la verdad en la aristofobia u odio a los mejores»

José Ortega y Gasset. España invertebrada.

Aquí lo ha hecho todo el «pueblo», y lo que el «pueblo» no ha podido hacer se ha quedado sin hacer. Ahora bien: el «pueblo» sólo puede ejercer funciones elementales de vida; no puede hacer ciencia, ni arte superior, ni crear una civilización pertrechada de complejas técnicas, ni organizar un Estado de prolongada consistencia, ni destilar de las emociones mágicas una elevada religión.

José Ortega y Gasset. España invertebrada.

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