La dialéctica amo y esclavo en la Fenomenología del espíritu de Hegel, II . Comentario a una exposición. Una interpretación lógico-ontológica.

Mi gratitud, Ximo, por esta exposición tan clara y que -nunca mejor dicho- tanto trabajo entraña, y por esa referencia a mi persona, pues la considero tan elogiosa como inmerecida.

No obstante, según entiendo el pasaje que comentas, me parece más clarificador dividirlo, no en tres partes, sino en dos, contrapuestas la una a la otra: 1, la autoconciencia como ser para sí, es decir, como conciencia independiente o señor o muerte, y 2, la autoconciencia como ser para otro, es decir, como conciencia dependiente o siervo o vida; y distinguir en esta segunda parte, a su vez, otras dos, también contrapuestas la una a la otra: 2.1, el temor, y 2.2, la formación. Y me parece más clarificador porque dividiéndolo de este modo su estructura coincide con la del objeto que trata: la autoconciencia.

Para comprender esta estructura de la autoconciencia, hay que recordar que surge como una revelación en la lucha a vida o muerte que la propia autoconciencia sostiene consigo misma a causa de ser lo que es: reconocimiento, conciencia de la conciencia, conciencia de sí. Por eso la autoconciencia se desdobla en dos conciencias exactamente iguales, idénticas, que tienen el mismo objeto de conocimiento: a sí misma puesta como otra; pero que, al mismo tiempo, apetecen devorar y asimilar este objeto y mostrarse gozosas y satisfechas, tal cual son en y para sí. Ahora bien, como al inicio o inmediatamente la autoconciencia está hundida en la inmediatez de la coseidad, de la naturaleza, de la vida, esta apetencia cobra la forma de un desprendimiento, de una separación, de una abstracción y aniquilación de su vida, no de la superación o posición negada de esta. Por ello las dos conciencias inmediatas mueren en la lucha a vida o muerte que de manera inmediata entablan entre ellas, convirtiéndose así la autoconciencia viva y en movimiento en una autoconciencia muerta y desprovista del juego del intercambio de las fijadeces o determinadeces “reconocedora” y “reconocida”; convirtiéndose así la autoconciencia en un ser para sí vacío y quieto, en una mente en blanco, en una “tabula rasa”, en una mente cósica, en definitiva, en una cosa. En esta experiencia de la lucha a vida o muerte que la autoconciencia hace se le revela que las dos conciencias no pueden ser dos simples e inmediatos seres para sí porque entonces se aniquilarían mutuamente, se le revela que la identidad de las dos conciencias no es una identidad inmediata sino mediata, o sea que la una no es más que la negación de la otra, la cual es lo suficientemente independiente, diferente, como para ser negada y, a su vez, negar a la que la niega, y que, por tanto, tan esencial es para la autoconciencia la muerte, la autoconciencia pura, la conciencia sujeto, la conciencia reconocedora, el ser para sí, como la vida, la conciencia objeto, la conciencia reconocida, el ser para otra. La identidad de estas dos conciencias no consiste, pues, en tener igual figura ni determinadez, sino en ser facetas diferentes de idéntica esencia, momentos distintos del mismo movimiento: el de la lucha, ya no a vida o muerte, sino entre la vida y la muerte. La autoconciencia sigue luchando a causa de su identidad, de su mismidad, de su unidad, y su identidad se dirime en esta lucha misma; su identidad es tanto la causa eficiente como la causa final de esta lucha interna suya.

Así podemos comprender ahora la descripción del señor con la que comienza el pasaje que nos ocupa: “El señor es la conciencia que es para sí, pero ya no simplemente el concepto [puro, formal, vacío] de ella, sino una conciencia que es [el] para sí que es mediación consigo a través de otra conciencia, a saber: una conciencia a cuya esencia pertenece el estar sintetizada con el ser independiente o la coseidad en general [-la conciencia siervo].” Es decir: el señor en verdad u objetivamente considerado es la posición negada -o sea, la superación- del siervo, de la conciencia sintetizada con la coseidad en general, con el ser independiente. Comprendemos esta superación cuando vemos que el siervo tiene dos sentidos o modos contrapuestos de ser siervo o de ser para otro: el propio, inmediato, positivo o esencial -en el que el “otro” de su ser para otro es el ser independiente, la coseidad en general-, y el impropio, mediado, negativo o inesencial -en el que el “otro” de su ser para otro es el señor, la conciencia independiente-, y cuando vemos también que aquel primer “otro” de su ser para otro funciona como causa formal (morphé), mientras que este segundo “otro” de su ser para otro desempeña el papel de causa final (têlos), y que el sentido o modo impropio de ser para otro es la superación del sentido o modo propio de ser para otro y viceversa. Entonces comprendemos que la verdad del señor es el siervo, el siervo para el que el señor, la conciencia independiente, es la esencia (têlos), o sea, el siervo que es la superación del siervo para el que lo esencial es el ser independiente, la coseidad en general morphé). Todo esto se ve en los párrafos que Hegel dedica al señorío.

Y así como la verdad del señor es la posición negada -o sea, la superación- del siervo en sentido propio, es decir, la verdad del señor es aquel siervo señoreado y descosificado, desnaturalizado, el siervo en sentido impropio, así el siervo en verdad u objetivamente considerado es la posición negada -o sea, la superación- del señor en sentido propio. Pues también en el señor se distinguen dos sentidos o modos contrapuestos de ser señor o de ser para sí: el propio, inmediato, positivo o esencial -en el que el “sí” de su para sí es la pura negatividad de la forma universal pura, el puro yo-, y el impropio, mediado, negativo o inesencial -en el que el “sí” de su para sí es la forma que es, la forma objetiva que permanece, la muerte-, y se advierte también que aquel primer “sí” de su ser para sí funciona como causa final (têlos), mientras que este segundo “sí” de su ser para sí desempeña el papel de causa formal (morphé) (*), y que el sentido o modo impropio de ser para sí es la superación del sentido o modo propio de ser para sí y viceversa. Por tanto, la verdad del siervo es el señor, el señor en sentido impropio, el señor sierveado, naturalizado, objetivado, cosificado, el señor para el que la esencia es la forma objetiva (morphé), o sea, el señor que es la superación del señor para el que la esencia es la forma pura (têlos). Todo esto se ve en los párrafos que Hegel dedica a la servidumbre, es decir, al temor y a la formación.

(* La morphé, la verdad, que es para el siervo el aparecer de lo cósico, es para el señor el desaparecer de lo mismo; lo que es para el siervo una forma de vida, es para el señor una forma de muerte.)

La verdad del señor es el siervo y la verdad del siervo es el señor; ambos se reconocen mutuamente, lo que ocurre es que ninguno de ellos ya es en verdad lo que presume ser y, por tanto, ninguno se reconoce a sí mismo en el otro -como a sí mismo. El reconocimiento no se ha consumado aún: se reconocen como su verdad, pero no como su concepto. La lucha entre el señor y el siervo que en este pasaje presenta Hegel no es una lucha entre dos clases sociales, sino el debatirse de la autoconciencia entre la morphé y el têlos, entre el ser y el deber ser, entendiendo “deber” no en sentido moral sino en el de necesidad o apetencia. En este debatirse, en esta dialéctica de la autoconciencia está en juego su unidad, su integridad, su mismidad, su autenticidad.

La conciencia sierva está esencialmente cosida a la coseidad; por eso nada, ni siquiera el temor al señor absoluto, la muerte, puede hacer que se aferre a la vida; es, más bien, lo contrario: por estar esencialmente cosida a la coseidad es por lo que puede temer esencialmente al señor. Pues es el señor quien haciéndole temblar de miedo, lejos de aumentarle su apego a la vida, le provoca un desgarro en las costuras, que le permite agarrar las cosas y transformarlas. El señor no esclaviza al esclavo, sino que este es esclavo por su propia esencia, la cual no le permite abstraerse de la vida, más que reconociendo al señor como señor, como quien lo libera y fluidifica. Esta cooperación de señor y siervo es una prueba clara de que no estamos ante una lucha de clases, sino ante el funcionamiento dialéctico de la autoconciencia considerada como entelequia, como Aristóteles consideró a su motor inmóvil, el entendimiento que se entiende a sí mismo, o como Leibnitz consideró a sus mónadas.

Temor y formación son los dos movimientos contrapuestos en los que se manifiesta la esencia, la singularidad del siervo. El temor es el movimiento por medio del cual el siervo experimenta, es decir capta, recibe en él mismo, se apropia, hace suya la negatividad, la singularidad del señor hasta convertirla en su propia singularidad; el ser para sí que en el señor era para el siervo algo ajeno, algo fuera de sí, un ser para otro -o sea, para el siervo- es ahora, mediante el temor, algo propio, un ser en sí -o sea, en él, en el siervo-, es su propia singularidad. En otras palabras: por el temor, que diluye cuanto de fijo hay en el siervo, este vuelve en sí, y este en sí es el otro del para sí del señor, el otro que es la singularidad del siervo. A este movimiento introvertido del temor se le contrapone un movimiento extravertido: la formación. Mediante ella el siervo expresa su singularidad en una forma de muerte que, sobreponiéndosela a la contrapuesta, que antes le atemorizaba, lo convierte en el verdadero señor, en el que da su propia forma, su propio sentido (têlos) a la vida (morphé). Mediante la formación, pues, se consuma el reconocimiento parcial del siervo como la verdad del señor; en esta expresión de la singularidad del siervo, de su en sí, singularidad o en sí que es el otro de la singularidad del señor, el siervo se reconoce a sí mismo como señor y este mismo reconocimiento es el del señor reconociendo en el siervo ya no solo a su verdad sino a sí mismo. La autoconciencia acaba de llegar en este momento a saber, por su propia experiencia y trabajo, que ella es un señor, una entelequia, una conciencia independiente.

Juanjo Bayarri Torrecillas

Sigue nuestro blog de lectura de la Fenomenología del espíritu de Hegel

UN TROCITO DE KIERKEGAARD, EL FILÓSOFO DEL CORAZÓN PARTIDO

      A ti que deseas conocerte y comprenderme, a ti que aprecias los pensamientos profundos y los elevados sentimientos, a ti te dedico esta sutil reflexión de Søren Kierkegaard, que ocupa solamente las cuatro páginas casi finales de su primera obra: O lo uno o lo otro. Un fragmento de vida.

     Obra que es tanto una incitación a vivir ética y religiosamente, como una introducción a la filosofía de su autor, original pensador que reniega de los filósofos. Está dividida en dos tomos, lo cual obedece paradójicamente a su unidad, pues, como indica su título, esta es una unidad fragmentada, la unidad de una alternativa, de una oposición imposible de resolver en una mediación. La unidad consiste en que ambos tomos tratan de lo mismo, del amor, y de tal manera que ni el primero de ellos llega a entenderse bien hasta que no se ha entendido el segundo ni este puede ser comprendido cabalmente sin haber leído antes aquel; la ruptura, en que el amor de que se trata en un tomo es absoluta y radicalmente contrario al amor de que se trata en el otro. En el primero se expresa el amor finito, el amor de circunstancias, el amor ocasional; amor estético, sensual, inmediato, o sea, que no tiene una historia, un desarrollo a lo largo del tiempo (pasado, presente y futuro), que vive la vida de repente, en el instante, y muere la muerte de continuo, en el melancólico recuerdo de su “primera vez”; amor escéptico, dubitativo, indeciso, que no asume ningún compromiso, que no alcanza a estimar la verdad y la franqueza, sino que se queda en lo interesante como superficial experimentador que solo pica de flor en flor sin entregarse, sin confiarse jamás a causa alguna; amor a medias, inspirador de pensamientos a medias, que es, por tanto, desesperación. Y en el segundo se expresa el amor infinito, esencial, el amor que liga a lo largo del tiempo lo finito, lo particular, lo concreto, a lo infinito, a lo general, a la idea; amor ético, sentimental, espiritual, que de continuo transforma lo que inmediatamente es en lo que debe ser, que nunca deja de transfigurar lo contingente en lo ideal, en lo ejemplar; amor mediato, que tiene una historia, que va concretándose, que va tomando cuerpo en la vocación, el matrimonio y la amistad; amor comprometido y entusiasta que obra el buen entendimiento y que halla reposo en la soledad del amor a Dios, inspirando así consideraciones edificantes, es decir, pensamientos que, a diferencia de lo interesante, quitan dudas y dan esperanzas; amor que en lo edificante posee el criterio de la verdad; amor que es, por todo ello, libertad, plena libertad.

    Precisamente, del amor que en la soledad del desierto se alza al cielo calmando tormentas es de lo que tratan estas cuatro páginas. Léelas al menos con el corazón abierto, si no partido, y ya me cuentas.

Juan José Bayarri Torrecillas.

Leer más de esta entrada

CÓMO SE HACE EL AMOR EN OCTUBRE, OCTUBRE

dialectica

A Maricarmen García Monteagudo

Para comprender el significado de esta obra es preciso precisar su ambigüedad, la dualidad de su unidad, su doble sentido. Se presenta ya en su título: Octubre, Octubre. «Pues octubre, como siempre, es dos: afuera y adentro [nacimiento y muerte]. Espirales contrarias girando hacia su identificación final. En el límite, como en matemáticas». Y se torna más patente en el doble título de sus capítulos. En efecto, la novela que José Luis Sampedro tardó veinte años en publicar, se despliega en dos obras: una inacabada novela titulada Octubre, Octubre (como la novela en su conjunto) y Papeles de Miguel, un relato autobiográfico. La autoría de ambas es atribuida a un profesor de antropología llamado Miguel. Tienen igual número de capítulos. Y, pese a mediar quince años entre la acción de una y otra, son expuestas en paralelo capítulo a capítulo.

La novela inacabada tiene dos protagonistas: Luis y Águeda o Ágata como se rebautizará hacia la mitad de la obra. Ambos ambiguos también. Contrariamente ambiguos. Y por eso precisamente acaban por formar un único protagonista –Luis-Ágata–, por reconocerse el uno en el otro, por enamorarse plenamente uno de otro. Su acción se resume en este reconocimiento, en este descubrimiento de su propia identidad, que no consiste en hacer desaparecer ambas ambigüedades, sino en precisarlas una con otra, en unificarlas entre sí, apareciendo así nítidamente como la identidad propia de cada uno de ellos. Tal acción se desarrolla  a lo largo de un año, y se enmarca en el distrito madrileño de Palacio –o , como se decía en el siglo XVIII, Cuartel de Palacio–, a la par que se desmarca de él.

 El relato se despliega en tres narraciones simultáneas: LUIS, ÁGUEDA y CUARTEL DE PALACIO. Las dos primeras adoptan la forma del monólogo interior de un yo que paulatinamente pasa del desengaño amoroso a la culminación del enamoramiento, a la íntima unión con su amante, según va conociéndose, según va dándose cuenta de su vida; de su vida interior, la más ambigua y al tiempo la más determinante, aquella de la que depende su felicidad: la sentimental. La tercera representa «la vida exterior», por así decir, de Luis y Águeda. Es una descripción impersonal del medio de relaciones personales en el que se hallan Luis y Águeda, y del que se distingue la que surge entre ellos dos. Esta relación va uniéndolos entre sí a la vez que va separándolos del medio, hasta que, hechos uno y el mismo, «caen en el vacío del cielo».

 Luis y Águeda, víctimas de un pasado traumático, se sienten muertos: mentes perdidas y corazones vacíos, incapaces de amar. Sin embargo, esta muerte es ambigua, ya que contiene en sí misma su contrario; también significa el principio del nacimiento de una vida mejor, puesto que es la destrucción del amor por sí mismo para alcanzar una forma más alta. En efecto, esta muerte les hace identificarse uno con otro inmediatamente –es decir, exteriormente, por negación del medio, por hacerlos diferentes de quienes les rodean–,haciendo surgir entre ellos una relación sentimental ambigua, que va definiéndose, según van conociéndose a sí mismos reviviendo su propio pasado y viviendo nuevas experiencias, hasta alcanzar la forma del pleno enamoramiento, es decir, hasta llegar a reconocerse el uno en el otro, a identificarse interiormente el uno con el otro, a la unión íntima de ambos amantes.

 El relato autobiográfico Papeles de Miguel, al igual que Luis y Águeda, adopta la forma del monólogo interior de un yo que, según va analizando su vida, pasa del desengaño amoroso a la culminación del enamoramiento, a la íntima unión con su amante. Pero, contrariamente a aquellos, el desengaño de Miguel no se da al revelarse ficticio el amor, sino al revelarse amor imposible, amor ideal, amor eterno, amor absoluto. Es por esto que Miguel muere de amor, mientras que Luis y Águeda de amor viven.

 Nerissa, el verdadero amor de Miguel, lo abandona no porque haya dejado de amarle, sino por no poder hacerse un hueco en su vida. Miguel, entonces, viendo en Nerissa la representación más perfecta de Dios y el medio de llegar a Él, en vez de olvidarla, decide perfeccionar cual místico su amor a ella, olvidándose, desasiéndose de su propia vida; decide unirse a Nerissa, abandonando su propia vida. Y es para poder realizar semejante despegue de su propia vida, que Miguel necesita analizarla. El hecho de que Nerissa no pueda instalarse en su vida significa efectivamente que su amor es imposible. Y por esto mismo es verdadero en absoluto. Paradójicamente, la imposibilidad de un amor no es señal de su falsedad, sino de su autenticidad; porque el amor es la unión de los contrarios, o sea, lo imposible. El amor imposible es la genuina realidad que no teniendo cabida en la vida la traspasa. Por eso Miguel, siguiendo ese amor hasta el final de su análisis y desasimiento vital, queda traspasado, dividido en dos, Miguel y Nerissa, desdoblado su monólogo en un diálogo entre ellos. Y así, herido fatalmente, se siente cada vez más cerca de su amante, hasta que la muerte los una en absoluto, infinita, eternamente.

 Tal análisis y desasimiento se desarrolla a lo largo de dos años y, adoptando la forma de un viaje, se enmarca en sucesivos barrios de Madrid.

 Miguel, En su relato autobiográfico, se refiere con frecuencia a su inacabada novela Octubre, Octubre, viendo en tal ficción la clave de su vida, indispensable para su análisis, y en su vida el carácter de ficción, indispensable para su desasimiento. Ello facilita al lector apreciar la unidad interna de ambas obras manifiestamente contrarias. Novela y autobiografía, ficción y vida, generación y destrucción, aparecen no oponiéndose, sino complementándose, entretejidas por la única realidad auténtica: el amor. Amor que destruye la ficción para hacerse vida, como el de Luis y Águeda, amor que destruye la vida para hacerse absoluto, como el de Miguel, amor que se hace deshaciéndose, que se eleva socavándose, que se afirma negándose.

 Así la manifestación plena del amor pasa por tres fases: la del amor ficticio o fantástico, en que los amantes se unen en la fantasía, la del amor carnal, que equivale a la destrucción del ficticio, y la del místico, que equivale a la destrucción del carnal. En Miguel estas tres fases corresponden, respectivamente, al amor de su tía Magda, al de su amante Hannah y al de Nerissa.

 Se comprende ahora por qué Miguel considera inacabada su novela. En ella el amor llega hasta la vida y es absorbido por ella perfectamente, se encarna por completo, manifestando su naturaleza ambigua en la bisexualidad; pero no va más allá de la vida, no ahonda en la carne hasta traspasarla, manifestando mejor su naturaleza contradictoria en un bisexualismo suprasexual. En la plena encarnación, en la unión sexual, el amor todavía no alcanza su plenitud; tan sólo la evoca metafóricamente. Hace falta la última fase, la del amor místico, para que se exprese el amor consumado.

 Su agilísima prosa, la riqueza de sus metáforas y símbolos, su extraña mezcla de melancolía, esperanza y erotismo hacen que la lectura de esta obra de arte sea un placer único.

Juan José Bayarri Torrecillas

De la utilidad de la historia de la filosofía

hombrosgigantes.006

No encuentro ningún razonamiento que demuestre que un conocimiento básico de la historia de la filosofía es indispensable para un bachiller. Esta historia, al fin y al cabo, no es más que la historia de un ideal: averiguar la razón y la sinrazón, el porqué más profundo de las cosas. Ella no enseña nada más que el resultado del histórico esfuerzo humano por comprender la realidad; solamente muestra de qué manera el hombre ha ido aumentando su conciencia inmediata, mediante la reflexión y el razonamiento, por mor de una conciencia universal; no enseña otra cosa que lo que algunos llaman, con lenguaje pomposo, la génesis y evolución del espíritu universal, espíritu mediador entre los hombres por buscar la verdad y la justicia, y que en la actualidad sigue desempeñando su fundamental papel en la formación del espíritu europeo. Pero ninguna otra asignatura del bachillerato muestra la oscuridad y el misterio que envuelven las cosas más cercanas. Y en este sentido nos aleja de fundamentalismos y dogmatismos, volviéndonos más comprensivos con lo que no comprendemos.

Juan José Bayarri

Ir a entrada anterior Meme Historia de la filosofía

A %d blogueros les gusta esto: