Semblanza de un hombre valiente

Fernando Savater es uno de esos raros seres a los que el tiempo mejora. El que aparentaba un joven sofista presuntuoso va adquiriendo el aspecto de un Sócrates venerable.

Su semblanza física es incuestionable; complexión robusta, achaparrada, amplio cuello, rostro burlón, feo y feroz. Se cuenta que habiendo sido derrotado el ejército ateniense, sus guerreros huían en desbandada abandonando sus armas y pertenencias en el campo de batalla; sin embargo, Sócrates se detenía para recoger y cargar con su amigo Alcibíades herido en la lucha. Ningún enemigo se atrevía a acercarse; tal temor les infundía su mirada y energía. Semejante efecto creo que causa la irónica dialéctica de Fernando Savater entre sus adversarios.

Como a Sócrates, también a Savater se le ha visto en malas compañías [se le ha reprochado]. Y, como Sócrates, recluta sus crecientes detractores, aparte de entre algunos despistados, entre aquellos «respetables» que juzgan la propia reputación por la del vecindario, entre los convencidos con verdades y bastones compartidos, y entre los hipócritas a quienes su mirada desnuda.

Hoy he confirmado la semejanza entre ambos. En el Banquete a Sócrates se le compara con esas cajas en forma de silenos que al abrirse contenían las más bellas estatuas, estatuas de dioses. Dice Alcibíades: «pasa toda su vida ironizando y bromeando con la gente, mas cuando se pone serio y se abre, las imágenes de su interior, yo las he visto y me parecieron extremadamente bellas, admirables y divinas»

Basta leer el artículo de hoy para reconocer en Fernando Savater a uno de esos silenos. El contenido del artículo y el poema al que alude -«Las cosas» de Borges– me han recordado  este otro de José Luis Hidalgo:

Y no está. Sencillamente

lo van diciendo las cosas.

El sitio en que tantas veces

se sentara silenciosa

para mirarme soñando

un alto sueño sin sombras.

La puerta que ella cruzara

alegre, plena y gozosa.

El libro que ella mirara …

Y no está. Sencillamente

lo van diciendo las cosas.

Tres reflexiones breves acerca de la realidad y la raíz del filosofar.

I Vapor de Mencia.

Decía Fernando Savater que se va a la filosofía como quien va a Lourdes. Y no menos caminos llevan a Lourdes que a Roma.

Así de la filosofía se dice que es el camino a la Sabiduría, a la Verdad, la Justicia, el Bien, la Belleza… Pero «esas palabras que se llaman filosofía» nacen, según algunos,  de la admiración; de la sorpresa ante la realidad, ante el ser. Pero no ante una realidad ajena, independiente, que el pensamiento hubiera de desvelar, sino una realidad en la que el pensamiento se encuentra inmerso y extrañado; una realidad con ese doble carácter propio y ajeno. Es esta una filosofía que no es una ontología meramente teórica, sino existencial.

El pensamiento permanece junto a este problema [por qué el ser y no la nada] en su vecindad. Acaso no consiga avanzar un solo paso en este trayecto, pero desde él adquieren otra luz aquellos otros: la verdad, la justicia, el bien, la belleza:

Cabe el ser en el horizonte de la nada.

Joaquín Llerena

II El doble carácter de la realidad y del sí mismo. El absoluto.

El primer e inmediato carácter de la realidad, según el cual el pensamiento, la conciencia, está inmerso en ella, está siempre pendiente de ella, por cuanto que de esta realidad depende su propia subsistencia, no viene a ser sino la relación pragmática entre sujeto y objeto. De modo que el segundo y mediado carácter de la realidad, según el cual este mismo pensamiento está extrañado de ella, es decir, de la relación pragmática entre sujeto y objeto, o, lo que es lo mismo, de sí, viene a ser la autoconciencia, la conciencia de sí, el pensamiento de sí. Y aquí, en el segundo carácter de la realidad, en la superación de la inmediatez tangible e irreflexiva, aquí, en la autoconciencia, en el origen de la filosofía, del puro y desinteresado examinar, donde la atareada y laboriosa conciencia pragmática se extraña, se asombra, se pasma de sí, quedando así suspendida, cancelada, superada toda su actividad, toda relación manipuladora, toda realidad efectiva, aquí, en la conciencia de sí, en el pensamiento de sí, el “sí” cobra la significación del ser mismo, del ser absoluto, del verdadero y auténtico ser. Este sí es, él mismo, tanto el sí positivo, afirmativo, determinante, del objeto, como el sí negativo, disruptivo, transgresor, del sujeto, pero precisamente por eso transciende a ambos. Uno y otro son formas, modos, caracteres del sí mismo, del ser absoluto, del espíritu absoluto.

Juanjo Bayarri

III La autoconciencia de desarraigo como raíz de la filosofía y la vuelta de Lourdes.

La raíz de la filosofía es la autoconciencia del desarraigo. El descubrimiento fundacional del pensar, que lo constituye como tal y le da su contenido, es el descubrimiento de la falta de asidero de la conciencia en la realidad. Y el desarraigo de la propia conciencia, descubierto en el mismo acto de ser consciente, es el desarraigo de la realidad misma. El pensamiento infarta la realidad, que ni puede ser, ni ser nada. Y esa guerra, parafraseamos a Heráclito, es el origen de la filosofía, cuyo principio, camino y fin, no es otro que la desesperación. En su lucha tiene la conciencia la capacidad de engendrar falsos tratados de paz y los llama verdad, belleza y justicia, y trata de apaciguar en ellos su inquietud. Pero el pensamiento, mientras lo es, destruye todo lo que fija. De la filosofía se vuelve, entonces, como se vuelve de Lourdes, ilusionado, o desengañado, pero terminal. 

Felipe Garrido

Javier Marías, dos recuerdos.

Las preocupaciones de Marías y las mías. 23 de abril del 2007

No he sido nunca un gran cinéfilo, pero no hace mucho salí del cine reconfortado, fue tras ver la película Babel, de la cual me habían hablado muy bien; no me decepcionó, al contrario que la mayoría de las últimas películas que he visto. Resulta , por otra parte, que entre mis columnistas favoritos se encuentra Javier Marías con el que suelo estar de acuerdo en muchas de sus polémicas opiniones.
Ayer domingo al echar un vistazo -por encima del café con leche, y apartando los ojos de la victoria del Real sobre el Valencia y el memorable gol de Van Nistelroy – al artículo que Marías escribía ayer en su “ zona fantasma” me llevé una gran sorpresa: una crítica feroz a una película que yo había juzgado como buena. Pregunté a quien en ese momento lo estaba leyendo y me confirmó mis sospechas: una crítica atroz. Vaya, ¿cómo podía ser eso?


Tengo que confesar que me revolví contra Marías, “te estás volviendo un asocial Marías, además de caprichoso y no demasiado objetivo”, -no hace mucho me pareció que elogiaba la versión cinematográfica de Alatriste, que a mí me pareció insustancial, dejo los motivos de mi juicio, pues no viene al caso y me alejan del tema que me ocupa-. La verdad, no tuve fuerzas para leer el artículo; también yo me sentí preocupado por mis discrepancias. No obstante, a pesar de mis resistencias, la cuestión estuvo rondando por mi cabeza, no sé cómo, en cierto momento me pregunté ¿sería capaz de ver de nuevo Babel? ¿ qué me aportaría de nuevo? En ese momento creí comprender a Javier Marías; me di cuenta de que yo no tenía ningún deseo de verla de nuevo, que difícilmente me diría nada nuevo, que la consideraba agotada. Pero, lo que precisamente caracteriza a una obra maestra es que tiene muchas lecturas, que no nos aburre ir a ella de nuevo, al contrario, que cada vez que vamos nos reconforta… comprendí entonces la ligereza con que en el cine se habla de obras maestras y de genios… cada año un par o una docena, más las dos docenas de genios de la interpretación, dirección y producción etc, pisando alfombras o levantando estatuillas anglos o castizas.

Esta mañana me encontré con fuerzas para leer el artículo.

¡Gracias Javier!

..y no te preocupes hombre. Necesitamos de ese tábano que nos despierte de tanta sospechosa opinión coincidente y de la nueva censura, lo políticamente correcto, y de la memez imperante, no sólo la que discurre entre tanta alfombra roja y papel couché.

Leer el artículo de Javier Marias Debo preocuparme

Releer. 6 de marzo de 2017

A Javier Marías no le gustan demasiado los blogueros ni los internautas en general; a algunos blogueros, sin embargo, nos encanta Javier Marías -una de esas tantas amistades sin reciprocidad en que abundamos los amantes de la literatura. Tan sólo he leído una novela suya, aunque voluminosa, la trilogía Tu rostro mañana,  que me ocupó todo un verano, pero durante años he leído el dominical de El País comenzando por la última página en que encontraba a Marías, era para mí un verdadero placer junto al café y la tostada leer la habitual columna ¡y cómo lo echaba en falta los domingos del mes agosto en el que tomaba vacaciones el columnista!  casi con la decepción del que han dejado plantado en una cita. Muchas veces, las más, he compartido sus opiniones, en ocasiones he discrepado -las menos. Casi siempre me han divertido lo suficiente como para provocarme una sonrisa o más, su lectura sólo en raras ocasiones me ha dejado indiferente,  utilicé sus artículos con fines polémicos en las ya extintas clases de Sociología, hasta compartimos el amor al mismo equipo de futbol y cierto desdén por los capuchinos -de diversas especies- sobre todo cuando les da por tomar la calle.  Muchos años antes ocupaba esa página Antonio Gala, al que también seguí con asiduidad, aunque a éste en diferido, rescatándolo de entre los montones de periódicos viejos y libros que acumulaba mi abuelo. Me vienen a la memoria ediciones de libros en papel barato –Los bandidos persas, El 93, Los pazos de Ulloa...- en ediciones cuyo precio venía indicado en céntimos. Una década después recuerdo una prueba de selectividad de comienzos de los años noventa, y recuerdo  que durante la comida del tribunal se produjo una divertida discusión  sobre la autoría del texto dedicado a comentario -que aparecía entonces sin el nombre del autor. Mi colega de lengua atribuía la autoría a Nietzsche, yo a Antonio Gala, como así resultó ser, aunque en ese momento los presentes me lo tomasen como una boutade. Aunque las ideas que sobre la vida se vertían en aquel escrito bien podían proceder de Nietzsche, el estilo en que estaba escrito de ninguna manera podía proceder del huraño paseante de Sils Maria

 Me ha gustado su último artículo dominical, volviendo a Marías. Es cierto que, por razones que no vienen al caso, no acostumbro ya a comprar El País, a Marías lo leo ahora en formato digital y acompaño la tostada con el Marca. El artículo de ayer, “De quién fiarse”, me  recuerda a los mejores artículos de Marías, dice allí que no acostumbra a releer salvo en contadas ocasiones, porque teme que al lector actual le defraude lo que en otro tiempo entusiasmó o amó con excepción de unos pocos a los que puede volver sin temor, Cervantes, Proust, Flaubert, Shakespeare, Conrad, Melville y pocos más. “Por eso tiendo a rehuir las relecturas, con excepciones. A veces prefiero guardar un buen recuerdo difuso, y tal vez equivocado, antes que someterlo a la revisión de unos ojos más experimentados, impacientes y cansados. Como tantas otras veces comparto la opinión de Marías; en mi caso la relectura es nula, salvo por motivos profesionales. Me he preguntado, sin embargo, qué autores que en otro tiempo he disfrutado tendría más reparos en releer hoy, entre ellos -me ha sorprendido- se encuentra Nietzsche, el filósofo que con mayor identificación personal y emotiva he leído es, sin embargo, el que en este momento más temería releer y en concreto la obra que más me entusiasmó: Así habló Zaratustra, podría quizá releer Ecce Homo, pero no La genealogía de la moral.

Por descontado que en mi caso releer es casi tan absurdo como escribir una autobiografía a los quince años. A veces fantaseo con el verano;   despreocupación, una cervecita y quizá el Tratado teológico-político, La filosofía en la Edad Media o El mundo como voluntad y representación. Quién sabe, pero ay, que llegue el caloret, que este frío me cala hasta los huesos.

La dialéctica amo y esclavo en la Fenomenología del espíritu de Hegel, II . Comentario a una exposición. Una interpretación lógico-ontológica.

Mi gratitud, Ximo, por esta exposición tan clara y que -nunca mejor dicho- tanto trabajo entraña, y por esa referencia a mi persona, pues la considero tan elogiosa como inmerecida.

No obstante, según entiendo el pasaje que comentas, me parece más clarificador dividirlo, no en tres partes, sino en dos, contrapuestas la una a la otra: 1, la autoconciencia como ser para sí, es decir, como conciencia independiente o señor o muerte, y 2, la autoconciencia como ser para otro, es decir, como conciencia dependiente o siervo o vida; y distinguir en esta segunda parte, a su vez, otras dos, también contrapuestas la una a la otra: 2.1, el temor, y 2.2, la formación. Y me parece más clarificador porque dividiéndolo de este modo su estructura coincide con la del objeto que trata: la autoconciencia.

Para comprender esta estructura de la autoconciencia, hay que recordar que surge como una revelación en la lucha a vida o muerte que la propia autoconciencia sostiene consigo misma a causa de ser lo que es: reconocimiento, conciencia de la conciencia, conciencia de sí. Por eso la autoconciencia se desdobla en dos conciencias exactamente iguales, idénticas, que tienen el mismo objeto de conocimiento: a sí misma puesta como otra; pero que, al mismo tiempo, apetecen devorar y asimilar este objeto y mostrarse gozosas y satisfechas, tal cual son en y para sí. Ahora bien, como al inicio o inmediatamente la autoconciencia está hundida en la inmediatez de la coseidad, de la naturaleza, de la vida, esta apetencia cobra la forma de un desprendimiento, de una separación, de una abstracción y aniquilación de su vida, no de la superación o posición negada de esta. Por ello las dos conciencias inmediatas mueren en la lucha a vida o muerte que de manera inmediata entablan entre ellas, convirtiéndose así la autoconciencia viva y en movimiento en una autoconciencia muerta y desprovista del juego del intercambio de las fijadeces o determinadeces “reconocedora” y “reconocida”; convirtiéndose así la autoconciencia en un ser para sí vacío y quieto, en una mente en blanco, en una “tabula rasa”, en una mente cósica, en definitiva, en una cosa. En esta experiencia de la lucha a vida o muerte que la autoconciencia hace se le revela que las dos conciencias no pueden ser dos simples e inmediatos seres para sí porque entonces se aniquilarían mutuamente, se le revela que la identidad de las dos conciencias no es una identidad inmediata sino mediata, o sea que la una no es más que la negación de la otra, la cual es lo suficientemente independiente, diferente, como para ser negada y, a su vez, negar a la que la niega, y que, por tanto, tan esencial es para la autoconciencia la muerte, la autoconciencia pura, la conciencia sujeto, la conciencia reconocedora, el ser para sí, como la vida, la conciencia objeto, la conciencia reconocida, el ser para otra. La identidad de estas dos conciencias no consiste, pues, en tener igual figura ni determinadez, sino en ser facetas diferentes de idéntica esencia, momentos distintos del mismo movimiento: el de la lucha, ya no a vida o muerte, sino entre la vida y la muerte. La autoconciencia sigue luchando a causa de su identidad, de su mismidad, de su unidad, y su identidad se dirime en esta lucha misma; su identidad es tanto la causa eficiente como la causa final de esta lucha interna suya.

Así podemos comprender ahora la descripción del señor con la que comienza el pasaje que nos ocupa: “El señor es la conciencia que es para sí, pero ya no simplemente el concepto [puro, formal, vacío] de ella, sino una conciencia que es [el] para sí que es mediación consigo a través de otra conciencia, a saber: una conciencia a cuya esencia pertenece el estar sintetizada con el ser independiente o la coseidad en general [-la conciencia siervo].” Es decir: el señor en verdad u objetivamente considerado es la posición negada -o sea, la superación- del siervo, de la conciencia sintetizada con la coseidad en general, con el ser independiente. Comprendemos esta superación cuando vemos que el siervo tiene dos sentidos o modos contrapuestos de ser siervo o de ser para otro: el propio, inmediato, positivo o esencial -en el que el “otro” de su ser para otro es el ser independiente, la coseidad en general-, y el impropio, mediado, negativo o inesencial -en el que el “otro” de su ser para otro es el señor, la conciencia independiente-, y cuando vemos también que aquel primer “otro” de su ser para otro funciona como causa formal (morphé), mientras que este segundo “otro” de su ser para otro desempeña el papel de causa final (têlos), y que el sentido o modo impropio de ser para otro es la superación del sentido o modo propio de ser para otro y viceversa. Entonces comprendemos que la verdad del señor es el siervo, el siervo para el que el señor, la conciencia independiente, es la esencia (têlos), o sea, el siervo que es la superación del siervo para el que lo esencial es el ser independiente, la coseidad en general morphé). Todo esto se ve en los párrafos que Hegel dedica al señorío.

Y así como la verdad del señor es la posición negada -o sea, la superación- del siervo en sentido propio, es decir, la verdad del señor es aquel siervo señoreado y descosificado, desnaturalizado, el siervo en sentido impropio, así el siervo en verdad u objetivamente considerado es la posición negada -o sea, la superación- del señor en sentido propio. Pues también en el señor se distinguen dos sentidos o modos contrapuestos de ser señor o de ser para sí: el propio, inmediato, positivo o esencial -en el que el “sí” de su para sí es la pura negatividad de la forma universal pura, el puro yo-, y el impropio, mediado, negativo o inesencial -en el que el “sí” de su para sí es la forma que es, la forma objetiva que permanece, la muerte-, y se advierte también que aquel primer “sí” de su ser para sí funciona como causa final (têlos), mientras que este segundo “sí” de su ser para sí desempeña el papel de causa formal (morphé) (*), y que el sentido o modo impropio de ser para sí es la superación del sentido o modo propio de ser para sí y viceversa. Por tanto, la verdad del siervo es el señor, el señor en sentido impropio, el señor sierveado, naturalizado, objetivado, cosificado, el señor para el que la esencia es la forma objetiva (morphé), o sea, el señor que es la superación del señor para el que la esencia es la forma pura (têlos). Todo esto se ve en los párrafos que Hegel dedica a la servidumbre, es decir, al temor y a la formación.

(* La morphé, la verdad, que es para el siervo el aparecer de lo cósico, es para el señor el desaparecer de lo mismo; lo que es para el siervo una forma de vida, es para el señor una forma de muerte.)

La verdad del señor es el siervo y la verdad del siervo es el señor; ambos se reconocen mutuamente, lo que ocurre es que ninguno de ellos ya es en verdad lo que presume ser y, por tanto, ninguno se reconoce a sí mismo en el otro -como a sí mismo. El reconocimiento no se ha consumado aún: se reconocen como su verdad, pero no como su concepto. La lucha entre el señor y el siervo que en este pasaje presenta Hegel no es una lucha entre dos clases sociales, sino el debatirse de la autoconciencia entre la morphé y el têlos, entre el ser y el deber ser, entendiendo “deber” no en sentido moral sino en el de necesidad o apetencia. En este debatirse, en esta dialéctica de la autoconciencia está en juego su unidad, su integridad, su mismidad, su autenticidad.

La conciencia sierva está esencialmente cosida a la coseidad; por eso nada, ni siquiera el temor al señor absoluto, la muerte, puede hacer que se aferre a la vida; es, más bien, lo contrario: por estar esencialmente cosida a la coseidad es por lo que puede temer esencialmente al señor. Pues es el señor quien haciéndole temblar de miedo, lejos de aumentarle su apego a la vida, le provoca un desgarro en las costuras, que le permite agarrar las cosas y transformarlas. El señor no esclaviza al esclavo, sino que este es esclavo por su propia esencia, la cual no le permite abstraerse de la vida, más que reconociendo al señor como señor, como quien lo libera y fluidifica. Esta cooperación de señor y siervo es una prueba clara de que no estamos ante una lucha de clases, sino ante el funcionamiento dialéctico de la autoconciencia considerada como entelequia, como Aristóteles consideró a su motor inmóvil, el entendimiento que se entiende a sí mismo, o como Leibnitz consideró a sus mónadas.

Temor y formación son los dos movimientos contrapuestos en los que se manifiesta la esencia, la singularidad del siervo. El temor es el movimiento por medio del cual el siervo experimenta, es decir capta, recibe en él mismo, se apropia, hace suya la negatividad, la singularidad del señor hasta convertirla en su propia singularidad; el ser para sí que en el señor era para el siervo algo ajeno, algo fuera de sí, un ser para otro -o sea, para el siervo- es ahora, mediante el temor, algo propio, un ser en sí -o sea, en él, en el siervo-, es su propia singularidad. En otras palabras: por el temor, que diluye cuanto de fijo hay en el siervo, este vuelve en sí, y este en sí es el otro del para sí del señor, el otro que es la singularidad del siervo. A este movimiento introvertido del temor se le contrapone un movimiento extravertido: la formación. Mediante ella el siervo expresa su singularidad en una forma de muerte que, sobreponiéndosela a la contrapuesta, que antes le atemorizaba, lo convierte en el verdadero señor, en el que da su propia forma, su propio sentido (têlos) a la vida (morphé). Mediante la formación, pues, se consuma el reconocimiento parcial del siervo como la verdad del señor; en esta expresión de la singularidad del siervo, de su en sí, singularidad o en sí que es el otro de la singularidad del señor, el siervo se reconoce a sí mismo como señor y este mismo reconocimiento es el del señor reconociendo en el siervo ya no solo a su verdad sino a sí mismo. La autoconciencia acaba de llegar en este momento a saber, por su propia experiencia y trabajo, que ella es un señor, una entelequia, una conciencia independiente.

Juanjo Bayarri Torrecillas

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