El grupo Purpos/ed[Es] plantea la cuestión acerca del propósito de la educación y nos invita a reflexionar sobre la misma con el objeto de iniciar un debate. Hasta el momento he leído respuestas como las que siguen:
Como mujer, madre y maestra, para mí, el propósito de la buena educación sería enseñar el arte de vivir siendo uno mismo, una misma, en cualquier circunstancia, lugar, tiempo o dimensión. […] también es encontrar y regalar las herramientas que posibiliten que las personas podamos romper las cadenas que están provocando que nuestra sociedad esté cada vez más enferma (
http://navegarsinnaufragar.blogspot.com/)
El propósito de la escuela es aprender a vivir (
tweet)
Creo, con todos mis respetos a sus autores, que estas reflexiones no son más que una declaración de buenas intenciones, pero que carecen de contenido, por lo que difícilmente pueden ser discutidas. Si nos ceñimos a la pregunta, tenemos que concluir que no hay respuesta porque la educación no tiene ‘propósito’ alguno. Un ‘propósito’ es una intención de hacer o conseguir algo e implica necesariamente la deliberación consciente y planificada. La educación entonces no tiene propósitos, como no los tiene una silla. Propósitos tienen los individuos y, en un sentido derivado, los grupos de individuos. La educación es un medio que sirve a los propósitos de diferentes individuos o grupos. Por eso sí tendría sentido preguntarse por el propósito de cuantos pretenden reformar la educación.
Ortega sostenía, con razón, que el ser humano es el único ser que consiste en no ser, sino en hacerse. Sabemos (en plural, como hace Punset) que el cerebro es un órgano plástico y que nuestra dotación genética es insuficiente para generar en nosotros conductas que nos permitan sobrevivir. El aprendizaje, en consecuencia, no es un factor accidental en nuestras vidas, sino esencial. No hay ser humano sin aprendizaje. Sin embargo también los animales, o al menos los animales más complejos, necesitan aprender. Pero, siguiendo a Ortega, la indeterminación que exige a los animales aprender ciertas cosas, es menor que la indeterminación humana. Un perro tendrá que aprender a evitar ciertos alimentos o a abrir puertas con la pata; un gatito tendrá que aprender a evitar a las niñas con trenzas y a hurgar en la basura, pero ni el gato ni el perro tendrán que aprender a ser gatos o perros. El ser humano, sin embargo, tiene que aprender a ser humano. Esta diferencia la expresamos diciendo que el ser humano no sólo necesita aprender, sino que necesita educarse o, lo que es lo mismo, formarse. El problema, ahora inevitable, es en qué consiste o en qué debería consistir el ser humano. Y la respuesta, insatisfactoria siempre, es que no lo sé.
Es esta una cuestión peliaguda, pues la pedagogía, que es el nombre que recibe la reflexión (
que no ciencia) sobre la educación, entronca aquí con la antropología y con la filosofía y adquiere, además, un carácter normativo. Aunque no sepamos lo que es o deba ser un ser humano, la cuestión es que hay que vivir y que para ello asumimos un proyecto vital que implica de un modo u otro una respuesta a esa pregunta, que puede, o no, ser consciente. El proyecto vital que asumimos no es, por cierto,
cualquier proyecto vital. Por decirlo de forma breve: a un ateniense del siglo V a. de C. no se le ocurriría asumir el proyecto vital de una Drag Queen del s. XXI. Esto significa que la propia educación es en gran parte, si no totalmente, la expresión de una voluntad ajena.
El propósito de la educación, entonces, es el propósito de los educadores. Y este ya es un terreno en el que el conflicto es tan inevitable como deseable. El intento de eliminar totalmente el conflicto entre los educadores puede ser calificado sin temor a errar como la quintaesencia del totalitarismo. Así pues, en la educación chocarán necesariamente las voluntades de diferentes educadores con diferentes propósitos. En las sociedades cuyo nivel de complejidad ha exigido la aparición de un Estado, éste se convierte en uno de los agentes educadores con propósitos propios, que puede entrar en conflicto con otros agentes educadores, como las familias, las empresas, partidos políticos (que no hemos de identificar con el Estado), confesiones religiosas, o el propio educando. Cada uno tratará de modificar o reformar la educación para que ésta sirva a sus propios propósitos y muchos de ellos tratarán de hacer trampas convenciendo a los demás de que sus propósitos son en realidad los propósitos de la educación. Las democracias liberales occidentales, si quieren seguir siéndolo, deben poner los medios para evitar que ningún agente educador, incluido el mismo Estado, monopolice la educación, y desde la filosofía debemos denunciar, como pura mitología, cualquiera de esos intentos de atribuir a la educación propósito alguno haciendo visible el conflicto entre los agentes educadores.
La democracia sólo sobrevivirá mientras exista ese conflicto; la guerra, como dijo Heráclito, es el padre de todas las cosas.