Lecturas
28 diciembre, 2018 Deja un comentario
En un hilo de comentarios de alguna entrada perdida en el universo Facebook, he leído una de las sentencias más certeras sobre la diferencia entre literatura y filosofía: se trataría de dos placeres tan diferentes como beber cerveza o saborear un buen whiskey envejecido.
Sin duda una cerveza bien fresca puede resultar muy placentera, pero a veces uno necesita algo más contundente. Esa fue la sensación que tuve este verano; tras acabar El 93 de Víctor Hugo -novela que había leído a mis quince o dieciséis años y que, algunos whiskeys y muchas cervezas después, me apetecía releer- decidí acometer la lectura de El hombre sin atributos -traducción correcta pero con connotaciones equívocas en castellano- de la que años atrás apenas había alcanzado a leer unas cien páginas; con cierta desidia contenida arrastré el mamotreto entre terrazas y siestas; mas a finales de julio solo había avanzado unas trescientas páginas y la desidia contenida ante la expectativa de un verano perdido se trasformaba en angustia vital, pues cada vez me resulta más difícil leer durante el curso escolar; así que, despuntando agosto me abandoné resueltamente a la llamada: aparté la novela y volví a Ser y tiempo; comencé una relectura ávida y apresurada, marcando con lápiz rojo sobre la lectura anterior y arrepentido del mes que había desaprovechado. A finales de verano no podía soportar la cerveza, un bebedizo aguado con fondo de barril podrido. Llamó el otoño a la puerta, cuando me quedaban treinta páginas por leer… se han demorado casi dos meses, sin tensión, perdido el engarce .
Hoy me he tomado una Moretti con aceitunas -un sorbo de Amstel de barril me seguía sabiendo a rayos.