Los límites del conocimiento matemático en Platón

Con ustedes uno de los textos más difíciles, complejos y ricos que los alumnos de 2º de Bachillerato de la Comunidad Valenciana tienen que dominar para enfrentarse a la temida P.A.U.:

– Considera, pues, ahora de qué modo hay que dividir el segmento de lo inteligible.

– ¿Cómo?

– De modo que el alma se vea obligada a buscar la una de las partes sirviéndose, como de imágenes, de aquellas cosas que antes eran imitadas, partiendo de hipótesis y encaminándose así, no hacia el principio, sino hacia la conclusión; y la segunda, partiendo también de una hipótesis, pero para llegar a un principio no hipotético y llevando a cabo su investigación con la sola ayuda de las ideas tomadas en sí mismas y sin valerse de las imágenes a que en la búsqueda de aquello recurría.

Platón: La República, 510b-510c

Tras la brusca parrafada de Sócrates, su atónito interlocutor (Glaucón) responde con humildad: «No he comprendido de modo suficiente eso de que hablas». Como podrán suponer, los alumnos que leen por primera vez este fragmento no lo entienden mejor que el propio Glaucón y hay que darle alguna vuelta. El propio Sócrates, en el diálogo de Platón reconoce que hace falta cierto «preámbulo» para entender esto. El caso es que tras el «preámbulo» de Sócrates los alumnos de 2º de Bachiller no se sienten más seguros de haberlo entendido y por regla general hay que darle al asunto un par en vueltas. Yo, este año, estoy usando este esquemita para explicarlo:

Lo cierto es que el texto es fundamental y, para colmo, de plena actualidad, es decir, que el problema que plantea sigue plenamente vigente: ¿Son las matemáticas la forma más perfecta de conocimiento?

En griego la palabra ‘mathemata’ hace referencia a todo aquello que puede ser enseñado y, según la caracterización de Platón, la esencia del pensamiento matemático consistiría en partir de ciertas hipótesis para alcanzar, mediante deducciones lógicas, ciertas conclusiones. Las hipótesis mismas quedarían fuera de toda prueba por considerarse evidentes aunque, en realidad, lo único que se habría probado es el siguiente condicional: «Si las hipótesis de partida son verdaderas, será verdadera la conclusión». En geometría, por ejemplo, no demostramos el teorema de pitágoras, sino el condicional: «si los axiomas de la geometría de Euclides son verdaderos, entonces el teorema de Pitágoras también lo es». Pero ningún matemático se pondría a investigar si esos axiomas son verdaderos o no.

En realidad esa característica del pensamiento matemático es común a todo lo que hoy conocemos como ‘ciencias naturales’. Como dice Platón, este pensamiento es esencialmente limitado, pues no puede evitar partir de ciertas hipótesis que es incapaz de demostrar. Por decirlo de alguna manera, lo que hoy conocemos como ‘ciencia’ no puede demostrarse a sí mismo. Estoy casi tentado a decir que en Platón tenemos una suerte de ‘teorema de incompletitud’ como el que el también platónico Gödel demostrara en el s.XX. Gödel demostró que la matemática (se puede ser más preciso, pero no hay sitio aquí) es incompleta, es decir, que hay cosas que, siendo verdaderas, no puede demostrar. Una de esas cosas que la matemática no puede demostrar es, precisamente, su consistencia, es decir, lo que en matemáticas equivaldría a su ‘verdad’. Así, el pensamiento hipotético deductivo propio de la matemática y de ciencias como la física, la química, la biología, la economía y todas las otras ‘ciencias’ está sometido a un límite esencial: no puede probarse a sí mismo, de modo que es, en último término, mera hipótesis. El siglo XX parece haber olvidado esto, dando lugar a lo que Ortega llamó el imperialismo de la física. Las ciencias naturales han creído estar en posesión de la verdad absoluta y se han erigido como paradigma del conocimiento, creando una falsa sensación de seguridad y, lo que es peor, perjudicando el desarrollo de otras formas de pensar acaso superiores (¿Las ‘humanidades’?)

Pero, ¿hay alguna forma de conocimiento superior al pensamiento hipotético-deductivo de la ciencia físico-matemática? Según Platón sí. Hay una actividad intelectual, a la que hemos venido a llamar ‘dialéctica’, que consistiría, precisamente, en elevarse hacia una verdad no hipotética. Lo que define a esta ‘ascensión’ es que el dialéctico avanza ‘destruyendo hipótesis’. Esto sería lo propio del pensamiento filosófico: la destrucción de hipótesis en busca del principio no hipotético. O lo que es lo mismo, el desenmascaramiento de dogmas, en busca de la verdad.

No negaré que le veo cierto sentido a esa actividad ‘dialéctica’ y que realmente creo que existe y que es superior al pensamiento físico-matemático pero, ese proceso de destrucción de hipótesis del que habla Platón, ¿realmente culmina en la contemplación de un principio no hipotético?

Yo tengo una respuesta a esto, pero este post es demasiado largo ya para desarrollarla y carece de márgenes.

Esto es el título de este post

Con ocasión del aniversario de la muerte de Félix Rodríguez de la Fuente, vi un documental sobre su trabajo (se puede ver en la página de RTVE). Fue una grata sorpresa saber que su padre, un notario con aficiones literarias, no quiso que fuera al colegio hasta los nueve años. Esta decisión, que hoy le costaría la patria potestad fue, a mi juicio, muy sabia. El pequeño Félix se crió rodeado de naturaleza y persiguiendo bichos. Y esto, que hoy parecería un crimen, no le impidió convertirse en un elegante y eficaz comunicador, quizá uno de los mejores que ha tenido España. Mi infancia transcurrió durante los 80 y fue muy parecida a la de los niños de ahora. La naturaleza para mí era una paella en el campo los domingos y poco más. De los animales supe de oídas: en clase y en los documentales de ‘EL Hombre y la Tierra‘. Mi hábitat natural era el salón de mi casa, dominado por una biblioteca inmensa -a mí me lo parecía-, el televisor grande y una columna revestida con espejos. Mi infancia fue un salón con libros, pantallas y espejos.

Mi relación con los libros era bastante superficial. Si bien es cierto que trataba de ojearlos, no entendía ni papa. Fue más tarde, por culpa de una novia, que empecé a leer poesía. La televisión era mi ‘naturaleza’; ella me enseñó el aullido del lobo, la elegancia del puma y las tetas de Maribel Verdú.  De los espejos siempre me resultó enigmática su profundidad y me preguntaba qué aspecto tendría uno que únicamente reflejara otro espejo. Este enigma fue motivo de no pocas disputas con mis hermanos, en las que me inicié en las (malas) artes dialécticas. Solía discutirse si allí aparecería el diablo, el día de tu muerte o el infinito. Ante la imposibilidad de decidir la cuestión empíricamente, nuestros debates alcanzaron pronto una gran altura metafísica.

Un día mi padre introdujo en aquél salón un elemento que vino a imprimir un rumbo nuevo a nuestras especulaciones: una videocámara. Comparada con las de hoy, aquélla era grande, aparatosa, pesada y primitiva, pero entonces me pareció algo de ciencia ficción. Aquél aparato tenía la virtud de convertir la televisión en un espejo: conectando ambos aparatos podíamos hacer que apareciera en la pantalla aquéllo hacia lo que apuntábamos el objetivo.

Muchos descubrimientos se hacen apuntando algo hacia algo, como hizo Galileo cuando tuvo la osadía de apuntar con el telescopio al cielo. Yo no tardé en comprender que debía apuntar con la cámara hacia el televisor. Había fuertes argumentos  en contra, como que la cámara podía explotar, que podía fundirse la tele o que era algo ‘malo’. También Cristóbal Colón encontró argumentos poderosos contra su empresa, pero al final apuntó la proa de su carabela hacia el horizonte y descubrió América. Con ese mismo espíritu aventurero dirigí la cámara hacia el televisor, no sin antes advertir a mis hermanos pequeños que se pusieran a salvo.

Lo que apareció en la pantalla fue espectacular (pruébenlo). Primero yo mismo y la cámara nos abismamos hacia el fondo de un bucle infinito de yo mismos y de cámaras. Luego, al acercar la cámara, apareció una serie de formas vibrantes e imprevisibles. Era un mundo nuevo al que accedía a través de la autorreferencia, como una Alicia que cruza el espejo. No es el aullido de un lobo, ni la belleza de un puma, pero hay en la autorreferencia algo salvaje capaz de fascinar. Desde entonces he ido persiguiendo bichos autorreferentes y he encontrado no pocos en las bibliotecas. Constituyen una fauna variadísima e indomesticable: nadie sabe por dónde van a salir.

Probablemente fue Dios el primer concepto autorreferente del que fui consciente en cuanto tal. Dios, decían aquéllos Salesianos, creó el mundo. ¿Y qué pasa cuando apuntamos la creación hacia Dios? Que se crea a sí mismo: es Velázquez pintándose desde el cuadro, y las manos de Escher dibujándose una a la otra; de nuevo el caleidoscopio salvaje e infinito de la autorreferencia. Con Sócrates el saber apuntó hacia sí mismo y sólo supo que no sabía nada; eso hizo nacer la filosofía. También destapó el infinito aquél cretense que siempre mentía. No había problema en mentir siempre, pero al decirlo, al reconocer que siempre mentía, se abrió el abismo en sus palabras. Es la autorreferencia un animal que vive en la representación, en el discurso, en el lenguaje al fin.

Pero no cualquier lenguaje es capaz de ser autorreferente. Hay lenguajes, o si se quiere, sistemas simbólicos, como la lógica de primer orden, que no son lo suficientemente potentes como para representarse a sí mismos; su propia estructura es más compleja que cualquiera de las estructuras que pueden representar. Digamos que son una pantalla de tan mala calidad que no podría distinguirse en ella la propia imagen de la pantalla. Pero los lenguajes, como los seres vivos, desarrollan cada vez mayores niveles de complejidad, hasta alcanzar un punto en el que ocurre el milagro: el lenguaje  se vuelve capaz de representar su propia estructura. Surge un nuevo nivel, y con él, de nuevo el abismo.

Hay en esa fauna de la autorreferencia monstruos, como la paradoja de Russell o los círculos viciosos, pero también están los bellos arrecifes de la geometría fractal. Quizá uno de los animales autorreferentes más hermosos es el teorema de Gödel. Como Galileo o como Colón, Gödel hizo un gran descubrimiento apuntando algo hacia algo. Resulta que el lenguaje de las matemáticas es un sistema simbólico de alta definición, un Full-HD. Las matemáticas son capaces de representar sistemas tan complejos como las órbitas de las lunas de Júpiter o las fluctuaciones de la bolsa. Pero Gödel, como un Galileo de las matemáticas, en vez de apuntarlas hacia los trenes de esos problemas infantiles, que al final se cruzaban o uno llegaba a Pamplona y el otro a Cádiz, Gödel, digo, tuvo la osadía de apuntar las matemáticas hacia ellas mismas. De nuevo se abrió el abismo. Las matemáticas, que sabían de todo, al dirigirse a sí mismas descubrieron que sólo sabían que no sabían nada.

Pero quizá la bestia autorreferente más enigmática -probablemente por ser el origen de todas las demás, surge de la vida misma. Dice Hofstadter que somos un bucle extraño, que nuestro cerebro, diseñado para representar el mundo, adquirió una complejidad tal que fue capaz de representarse a sí mismo. Y de nuevo, el abismo infinito de la conciencia. No iba, después de todo, Descartes tan desencaminado al encontrar el infinito en su mente.

P.D.:

Por cierto, creo que Félix Rodríguez de la Fuente murió el mismo día de su cumpleaños. Puta autorreferencia.

Un jugoso post sobre autorreferencia en Microsiervos

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