Toros y civilización (2)

Sólo he asistido a dos corridas de toros en toda mi vida, en la plaza de Alicante, por San Isidro. He de decir que lo peor y más brutal que allí he visto ha sido el público. Tal vez  ha sido mala suerte el no coincidir con un Savater o un Serrat, pero mucho me temo que lo normal es lo que servidor presenció. No entraré en detalles, pero no creo que vaya a coincidir con muchos de esos individuos en ninguna biblioteca. La mayoría parecían no tener otro motivo para estar allí que no fuera comer embutido -con muy buena pinta, por cierto, emborracharse y dar voces con las venas del cuello hinchadas. Bueno, en realidad también había señoras muy bien vestidas, dudosamente maquilladas, y que no gritaban, pero hacían muecas.

Lo que ocurría en el centro de la plaza era otra cosa muy distinta. Allí un individuo solitario, que pesaría apenas setenta kilos, esperaba la embestida de una bestia negra y cornúpeta de quinientos. Como un demonio colérico se abalanzaba el toro sobre el torero, levantando polvo y soltando babas. Y el torero quieto, espigado. El rostro prieto, pero sereno. Un movimiento ligero, elegante, casi una danza, sin moverse del sitio y el toro embistiendo al aire. Pasa una vez y otra, y el torero acaricia el lomo de la bestia que intenta matarlo. No ha pasado todavía un minuto y el monstruo se queda quieto, resollando, mirando impotente la fina estampa del torero. Este tira el capote y se acerca al bicho con la frente alta y pone la mano en su morro humeante. El público está fuera de sí y a mi lado un mastuerzo con la cara hinchada y roja grita: ¡Dale un beso hijoputa!

Allí, ante nosotros, un hombre se ha enfrentado a una bestia mucho más fuerte que él y ha vencido. ¿Su arma? La razón. En la corrida de toros lo que se celebra es la superioridad de la razón humana sobre la brutalidad natural. Como un escultor que impone una forma bella, proporcionada y racional a la roca salvaje, el torero le ha dado forma a la brutalidad con que la naturaleza se le imponía y ha convertido un huracán en una danza. También ha tenido que moldear la naturaleza que se le imponía desde dentro en forma de miedo. El torero ha debido sobreponerse al toro y a sí mismo y actuar conforme a las reglas del arte. El torero es capaz, incluso, de darse cuenta en milésimas de segundo de que va a ser cogido y, a pesar de eso, no moverse. ¿Por qué? Por el sentido del deber que, como decía Kant, es el único hecho por el que se nos manifiesta la razón pura.

El torero no es un hombre del montón. No es como el cazurro que gritaba a mi lado escupiendo trozos de morcilla. El torero pertenece a la raza de los héroes homéricos. Es posible que sea uno de sus últimos ejemplares. El torero se juega la vida sin necesidad, y no porque la desprecie, sino porque busca la inmortalidad. Como los artistas, y como Aquiles.

La civilización es una creación humana. Podríamos ser bichos muy listos, como los delfines, pero sin civilización. Para la mayoría de nosotros, la civilización es algo dado, como una segunda naturaleza, que casi nos hace olvidar la primera. Y lo que es peor, casi olvidamos que la propia civilización es algo contingente, que podría desaparecer. Los hombres han tenido que construir todo esto, y lo han hecho enfrentándose a la naturaleza, domándola. Muchos han muerto. A la naturaleza ha habido que ganarle terreno a base de técnica, razón y valor. Los que dominaron el fuego, cruzaron los océanos, construyeron ciudades e hicieron cumplir las leyes, no fueron tampoco hombres del montón. Probablemente en la corrida de toros tenemos el mejor y el único símbolo auténtico de la lucha del hombre, de la razón, contra la brutalidad.

Se equivocan los que creen que en Cataluña han prohibido los toros. Lo que han prohibido es a los toreros. A ese tipo superior de hombre. Y digo superior porque en el torero se da lo que desde los griegos conocemos como virtud: una razón serena capaz de dominar los instintos más viles y de esforzarse, jugándose la vida, con el único objetivo de ser mejor. ¿A cuántos hombres podemos ver así? El torero no pertenece, precisamente, a lo que Ortega llamó el ‘hombre masa’. Probablemente el público del torero sí.

La prueba de que lo que se prohíbe es a los toreros es que otro tipo de espectáculos donde sufre un animal son permitidos. Hablo de los encierros, las vaquillas populares y esas cosas. Eso no tiene nada que ver con lo que hace el torero. En los encierros el hombre se enfrenta al toro como un animal más. La única superioridad que muestra el hombre sobre el toro en estas fiestas es la numérica. Le vencen porque son más. En la corrida, el torero vence porque es mejor. Una corrida de toros es una lección de ética. En la corrida el torero se comporta como un hombre noble y racional; en el encierro, la masa se comporta como un animal cruel y mezquino. Sin embargo sería imposible prohibir los encierros: la masa es demasiado poderosa.

Toros y civilización (1)

Hace tiempo ya que arrastro una deuda, contraída ante una magnífica paella, de escribir algo sobre los toros. Mi compañero llximo ya ha hecho su parte en otras entradas, y es hora de quedar yo en paz. Sirva como introducción al tema un fragmento del libro Juan Belmonte, matador de toros, del cuasi olvidado Manuel Chaves Nogales, a quien desde aquí aprovecho para reivindicar. El libro es una biografía del famoso torero Belmonte (también conocido como El Pasmo de Triana) escrita como una autobiografía. He de decir que, independientemente del interés que sienta uno por el personaje, la novela-reportaje-autobiografía es deliciosa. En el fragmento, el matador trata de vencer al miedo que surge antes de la corrida y lo hace del modo más elegante: a fuerza de dialéctica:

El miedo llega sigilosamente antes de que uno se despierte, y en ese estado de laxitud, entre el sueño y la vigilia, en que nos sorprende, se adueña de nosotros antes de que podamos defendernos de su asechanza. Cuando el torero que ha de torear aquel día guiña un ojo al ras de la almohada y le hiere la luz de la mañana que se filtra por las rendijas, es ya una infeliz presa del miedo. El mozo de espadas, encargado de despertarle, lo sabe bien. Si no hay grande hombre para su ayuda de cámara, ¿qué torero habrá que sea valiente a los ojos de su mozo de estoques?

Acurrucado todavía entre las sábanas, con el embozo subido hasta las cejas, el torero empieza su dramático diálogo con el miedo. Yo, al menos, entablo con él una vivísima polémica.

No sé lo que harán los demás toreros. Al miedo yo le venzo o , al menos, le contengo a fuerza de dialéctica. Es un díálogo incoherente, como el de un loco con un ser sobrenatural.

«Ea, mocito -me dice el miedo, con su feroz impertinencia, apenas me he despertado-: a levantarte y a irte a la plaza a que un toro te despanzurre. »

«Hombre -replica uno desconcertado-, yo no creo que eso ocurra…»

«Bueno, bueno -reitera el miedo-; allá tú. Pero yo, que soy tu amigo de veras, te advierto que esto que haces es una temeridad. Llevas demasiado tiempo tentando a la fortuna.»

«No todo es buena fortuna. Yo sé torear.»

«A veces los toros tropiezan, ¿no lo sabes? ¿Qué necesidad tienes de correr ese albur insensato?»

«Es que como ya estoy comprometido…»

«¡Bah! ¿Qué importancia tienen los compromisos? El único compromiso serio que se contrae es el de vivir. No seas majadero. No vayas a la plaza.»

«No tengo más remedio que ir.»

«¿Pero es que crees que se hundiría el mundo si no fueses?»

«No se hundiría el mundo, pero yo quedaría mal ante la gente…»

«¿Qué más te da quedar mal o bien? ¿Crees que dentro de cinco años, de diez, se acordará nadie de ti ni de cómo has quedado hoy?»

«Sí se acordarán… Hay que vivir decorosamente hasta el final. Me debo a mi fama. Dentro de muchos años los aficionados a los toros recordarán que hubo un torero muy valiente.»

«Dentro de unos años, a lo mejor, no hay ni aficionados a los toros, ni siquiera toros. ¿Estás seguro de que las generaciones venideras tendrán en alguna estima el valor de los toreros? ¿Quién te dice que algún día no han de ser abolidas las corridas de toros y desdeñada la memoria de sus héroes? Precisamente, los gobiernos socialistas…»

«Eso sí es verdad. Puede ocurrir que los socialistas, cuando gobiernen…»

«¡Naturalmente, hombre! ¡Pues imagínate que ha ocurrido ya! No torees más. No vayas esta tarde a la plaza. ¡Ponte enfermo! ¡Si casi lo estás ya!»

«No, no, Todavía no se han abolido las corridas de toros. »

«¡Pero no es culpa tuya que no lo hayan hecho! Y no vas a pagar tú las consecuencias de ese abandono de los gobernantes.»

«¡Claro! -exclama uno, muy convencido-. ¡La culpa es de los socialistas, que no han abolido las corridas de toros, como debían! ¡Ya podrían haberlo hecho!»

Advierto al llegar aquí que el miedo, triunfante, me está haciendo desvariar, y procuro reaccionar enérgicamente.

«Bueno, bueno. Basta de estupideces. Vamos a torear. Venga el traje de luces.»

«¡Eso es! A vestirse de torero y a jugarse el pellejo por unos miles de pesetas que maldita la falta que te hacen.»

«No. Yo toreo porque me gusta.»

«¡Que te gusta! Tú no sabes siquiera qué es lo que te gusta. A ti te gustaría irte ahora al campo a cazar o sentarte sosegadamente a leer, o enamorarte quizá. ¡Hay tantas mujeres hermosas en el mundo! Y esta tarde puedes quedar tendido en la plaza, y ellas segurían siendo hermosas y harán dichosos a otros hombres más sensatos que tú…»

Al llegar a este punto, uno se sienta en el borde de la cama, abatido por un profundo desaliento. El mozo de estoques va y viene silencionsamente por la habitación, mientras prepara el complicado atalaje del torero. Éste, como un autómata, deja que el servidor le maneje a su antojo. El miedo se ha hecho dueño del campo momentáneamente. Hay una pausa penosísima. El torero intenta sobornar al miedo.

«¡Si yo comprendo que tienes razón! Verás… Esto de torear es realmente absurdo; no lo niego. Hasta reconozco, si quieres, que he perdido el gusto de torear que antes tenía. Decididamente, mo torearé más. En cuanto termine los compromisos de esta temporada dejaré el oficio.»

«¿Pero cómo te haces la ilusión de salir indemne de todas las corridas que te quedan?»

«Bueno; no torearé más que las dos o tres corridas indispensables.»

«Es que en esas dos o tres corridas, un toro puede acabar contigo.»

«Basta. No torearé más que la corrida de esta tarde.»

«Es que hoy mismo puede…»

«¡Basta he dicho! La corrida de hoy la toreo aunque baje el Espíritu Santo a decirme que no voy a salir vivo de la plaza.»

El miedo se repliega al verle a uno irritado, y hace como que se va; pero se queda allí, en un rinconcito, al acecho. Uno, satisfecho de su momentáneo triunfo va y viene nerviosamente por la habitación. Luego se pone a canturrear. Yo empiezo a tararear cien tonadillas y no termino ninguna. Entretanto, voy haciendo las reflexiones más desatinadas. Por la menor cosa se enfada uno con el mozo de estoques y discute violentamente. La irritabilidad del torero en esos momentos es intolerable. Todo le sirve de pretexto para la cólera. El mozo de estoques, eludiéndole, le viste poco a poco. Y así una hora y otra, hasta que, poco antes de salir para la plaza comienzan a llegar los amigos. Antes de que llegue el primero, por muy íntimo que sea, uno le pega una patada al miedo y le acorrala en un rincón donde no se haga visible.

«¡Si chistas, te estrangulo!»

«¡Qué más quisieras tú que poder estrangularme! Anda, anda, disimula todo lo que puedas delante de la gente; pero no te olvides de que aquí estoy yo escondidito.»

«Me basta con que seas discreto y no escandalices», le dice uno a ver si por las buenas se le domina.

Este altercado con el miedo es inevitable. Yo , por lo menos, no me lo ahorro nunca, y creo que no hay torero que se libre de tenerlo. El ser valiente en la plaza o no serlo depende de que previamente haya sido reducido a la impotencia este formidable contradictor, este enemigo malo que es el miedo. Para mí es, como digo, una cuestión de dialéctica.

Manuel Chaves Nogales: Juan Belmonte, matador de toros, ed. Libros del asteriode, 2009, pp. 214-218

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