La filosofía como ingrediente de la vida humana

Como supondrán por la entrada anterior, ando últimamente leyendo a Julián Marías. En realidad mi objetivo es leer a Ortega aprovechando que el año que viene forma parte del temario de la P.A.U. de la Comunidad Valenciana, pero he topado con Julián Marías y no hay manera de dejarlo. Empecé con las memorias y desde el principio el libro me ‘enganchó’ -como suele decirse con cursilería de los Best-Sellers. En algún momento Marías habla de cómo escribió uno de sus primeros libros (posterior, sin embargo a la famosa Historia de la Filosofía): la Introducción a la Filosofía, publicado por primera vez en 1947. Decidí leerlo al mismo tiempo que las memorias. El libro sólo pude conseguirlo en una edición de las Obras Completas de Marías en la biblioteca de la Universidad de Alicante, aunque, tras mucho rastrear, he podido comprar una quinta edición (!¡) de segunda mano a través de Amazon (y no el Amazon español, sino el de Estados Unidos) y además a un precio bastante razonable (no llega a 20€). Ciertamente es una lástima que un libro tan estimulante, bien escrito y profundo, de un autor español, sea prácticamente imposible de conseguir en España. Permítanme una cita del capítulo final del libro cuyo interés y actualidad disculparán su extensión y de cuyo comentario quisiera ocuparme en el siguiente post:

[…] la filosofía, en lo que tiene de realidad, radica en la vida humana, y ha de ser referida a ésta para ser plenamente entendida, porque sólo en ella, en función de ella, adquiere su ser efectivo. Lo que la filosofía es no puede conocerse, por tanto, a priori, ni expresarse en una definición abstracta, sino que sólo resulta de su hallazgo en la vida humana, como un ingrediente suyo, con un puesto y una función determinados dentro de su totalidad.

Pero aquí comienzan los problemas. Si se partiese de que el hombre, por naturaleza y sin más, en virtud de que posee la ‘facultad’ de conocer, la ejercita, bastaría con precisar los caracteres concretos de ese modo de conocimiento que se llama filosofía para saber a qué atenerse respecto de ésta. Pero a la altura a que hemos llegado resulta bien claro lo inadmisible de esa hipótesis. Ni el hombre ha hecho siempre filosofía, ni es seguro que la siga haciendo siempre en adelante. Más aún: si se entienden las cosas con algún rigor, de la existencia del hombre no se sigue sin más el conocimiento sensu stricto, sino que, como ha mostrado Ortega, éste es una posibilidad a que el hombre llega en virtud de una serie de necesidades, experiencias y pretensiones muy concretas. Pero, por otra parte, como el ser del hombre incluye esencialmente todo lo que le ha pasado, y al hombre le ha pasado hacer filosofía desde hace veintiséis centurias, ésta es ya, desde luego y para siempre, un ingrediente de la vida humana, algo que pertenece -aunque no siempre ocurrió así- al ser del hombre. Si, de un lado, la pregunta por la filosofía implica de un modo formal la pregunta por la vida humana, de otro lado, el saber acerca de ésta tiene que hacerse cuestión hoy de la filosofía

Julián Marías: Introducción a la Filosofía,  O.C., Tomo II, p.366,  Revista de Occidente, 3ª Ed. (Las negritas son mías)

Pueden escuchar una serie de interesantes conferencias pronunciadas por Julián Marías en la Fundación Juan March pinchando en los siguientes enlaces:

La juventud como instalación en el mundo histórico

Inseguridad y orientación en el joven

La madurez: seguridad y vulnerabilidad

Hombre y mujer: igualdad y equilibrio

El argumento biográfico de la condición sexuada

Toros y civilización (1)

Hace tiempo ya que arrastro una deuda, contraída ante una magnífica paella, de escribir algo sobre los toros. Mi compañero llximo ya ha hecho su parte en otras entradas, y es hora de quedar yo en paz. Sirva como introducción al tema un fragmento del libro Juan Belmonte, matador de toros, del cuasi olvidado Manuel Chaves Nogales, a quien desde aquí aprovecho para reivindicar. El libro es una biografía del famoso torero Belmonte (también conocido como El Pasmo de Triana) escrita como una autobiografía. He de decir que, independientemente del interés que sienta uno por el personaje, la novela-reportaje-autobiografía es deliciosa. En el fragmento, el matador trata de vencer al miedo que surge antes de la corrida y lo hace del modo más elegante: a fuerza de dialéctica:

El miedo llega sigilosamente antes de que uno se despierte, y en ese estado de laxitud, entre el sueño y la vigilia, en que nos sorprende, se adueña de nosotros antes de que podamos defendernos de su asechanza. Cuando el torero que ha de torear aquel día guiña un ojo al ras de la almohada y le hiere la luz de la mañana que se filtra por las rendijas, es ya una infeliz presa del miedo. El mozo de espadas, encargado de despertarle, lo sabe bien. Si no hay grande hombre para su ayuda de cámara, ¿qué torero habrá que sea valiente a los ojos de su mozo de estoques?

Acurrucado todavía entre las sábanas, con el embozo subido hasta las cejas, el torero empieza su dramático diálogo con el miedo. Yo, al menos, entablo con él una vivísima polémica.

No sé lo que harán los demás toreros. Al miedo yo le venzo o , al menos, le contengo a fuerza de dialéctica. Es un díálogo incoherente, como el de un loco con un ser sobrenatural.

«Ea, mocito -me dice el miedo, con su feroz impertinencia, apenas me he despertado-: a levantarte y a irte a la plaza a que un toro te despanzurre. »

«Hombre -replica uno desconcertado-, yo no creo que eso ocurra…»

«Bueno, bueno -reitera el miedo-; allá tú. Pero yo, que soy tu amigo de veras, te advierto que esto que haces es una temeridad. Llevas demasiado tiempo tentando a la fortuna.»

«No todo es buena fortuna. Yo sé torear.»

«A veces los toros tropiezan, ¿no lo sabes? ¿Qué necesidad tienes de correr ese albur insensato?»

«Es que como ya estoy comprometido…»

«¡Bah! ¿Qué importancia tienen los compromisos? El único compromiso serio que se contrae es el de vivir. No seas majadero. No vayas a la plaza.»

«No tengo más remedio que ir.»

«¿Pero es que crees que se hundiría el mundo si no fueses?»

«No se hundiría el mundo, pero yo quedaría mal ante la gente…»

«¿Qué más te da quedar mal o bien? ¿Crees que dentro de cinco años, de diez, se acordará nadie de ti ni de cómo has quedado hoy?»

«Sí se acordarán… Hay que vivir decorosamente hasta el final. Me debo a mi fama. Dentro de muchos años los aficionados a los toros recordarán que hubo un torero muy valiente.»

«Dentro de unos años, a lo mejor, no hay ni aficionados a los toros, ni siquiera toros. ¿Estás seguro de que las generaciones venideras tendrán en alguna estima el valor de los toreros? ¿Quién te dice que algún día no han de ser abolidas las corridas de toros y desdeñada la memoria de sus héroes? Precisamente, los gobiernos socialistas…»

«Eso sí es verdad. Puede ocurrir que los socialistas, cuando gobiernen…»

«¡Naturalmente, hombre! ¡Pues imagínate que ha ocurrido ya! No torees más. No vayas esta tarde a la plaza. ¡Ponte enfermo! ¡Si casi lo estás ya!»

«No, no, Todavía no se han abolido las corridas de toros. »

«¡Pero no es culpa tuya que no lo hayan hecho! Y no vas a pagar tú las consecuencias de ese abandono de los gobernantes.»

«¡Claro! -exclama uno, muy convencido-. ¡La culpa es de los socialistas, que no han abolido las corridas de toros, como debían! ¡Ya podrían haberlo hecho!»

Advierto al llegar aquí que el miedo, triunfante, me está haciendo desvariar, y procuro reaccionar enérgicamente.

«Bueno, bueno. Basta de estupideces. Vamos a torear. Venga el traje de luces.»

«¡Eso es! A vestirse de torero y a jugarse el pellejo por unos miles de pesetas que maldita la falta que te hacen.»

«No. Yo toreo porque me gusta.»

«¡Que te gusta! Tú no sabes siquiera qué es lo que te gusta. A ti te gustaría irte ahora al campo a cazar o sentarte sosegadamente a leer, o enamorarte quizá. ¡Hay tantas mujeres hermosas en el mundo! Y esta tarde puedes quedar tendido en la plaza, y ellas segurían siendo hermosas y harán dichosos a otros hombres más sensatos que tú…»

Al llegar a este punto, uno se sienta en el borde de la cama, abatido por un profundo desaliento. El mozo de estoques va y viene silencionsamente por la habitación, mientras prepara el complicado atalaje del torero. Éste, como un autómata, deja que el servidor le maneje a su antojo. El miedo se ha hecho dueño del campo momentáneamente. Hay una pausa penosísima. El torero intenta sobornar al miedo.

«¡Si yo comprendo que tienes razón! Verás… Esto de torear es realmente absurdo; no lo niego. Hasta reconozco, si quieres, que he perdido el gusto de torear que antes tenía. Decididamente, mo torearé más. En cuanto termine los compromisos de esta temporada dejaré el oficio.»

«¿Pero cómo te haces la ilusión de salir indemne de todas las corridas que te quedan?»

«Bueno; no torearé más que las dos o tres corridas indispensables.»

«Es que en esas dos o tres corridas, un toro puede acabar contigo.»

«Basta. No torearé más que la corrida de esta tarde.»

«Es que hoy mismo puede…»

«¡Basta he dicho! La corrida de hoy la toreo aunque baje el Espíritu Santo a decirme que no voy a salir vivo de la plaza.»

El miedo se repliega al verle a uno irritado, y hace como que se va; pero se queda allí, en un rinconcito, al acecho. Uno, satisfecho de su momentáneo triunfo va y viene nerviosamente por la habitación. Luego se pone a canturrear. Yo empiezo a tararear cien tonadillas y no termino ninguna. Entretanto, voy haciendo las reflexiones más desatinadas. Por la menor cosa se enfada uno con el mozo de estoques y discute violentamente. La irritabilidad del torero en esos momentos es intolerable. Todo le sirve de pretexto para la cólera. El mozo de estoques, eludiéndole, le viste poco a poco. Y así una hora y otra, hasta que, poco antes de salir para la plaza comienzan a llegar los amigos. Antes de que llegue el primero, por muy íntimo que sea, uno le pega una patada al miedo y le acorrala en un rincón donde no se haga visible.

«¡Si chistas, te estrangulo!»

«¡Qué más quisieras tú que poder estrangularme! Anda, anda, disimula todo lo que puedas delante de la gente; pero no te olvides de que aquí estoy yo escondidito.»

«Me basta con que seas discreto y no escandalices», le dice uno a ver si por las buenas se le domina.

Este altercado con el miedo es inevitable. Yo , por lo menos, no me lo ahorro nunca, y creo que no hay torero que se libre de tenerlo. El ser valiente en la plaza o no serlo depende de que previamente haya sido reducido a la impotencia este formidable contradictor, este enemigo malo que es el miedo. Para mí es, como digo, una cuestión de dialéctica.

Manuel Chaves Nogales: Juan Belmonte, matador de toros, ed. Libros del asteriode, 2009, pp. 214-218

Las cautelas de Descartes

J.N. Robert-Fleury - Galileo frente a la inquisición

Como es sabido, cuando Galileo es arrestado y condenado en 1633, Descartes sufre una gran conmoción, pues acaba de componer un tratado en el que sostiene tesis semejantes a las de éste y decide no publicar su libro Mundo. En la siguiente carta, Descartes explica a su amigo Mersenne las razones que le llevan a no publicar su obra:

Quería enviaros mi Mundo como regalo de Año Nuevo, y hace sólo dos semanas estaba dispuesto a mandaros al menos una parte, si no podría copiarlo todo a tiempo. Pero tengo que decir que, mientras tanto me tomé la molestia de preguntar en Leiden y Amsterdam si tenían el Sistema del mundo de Galileo, pues pensaba haber oído que se había publicado en Italia el año pasado. Me dijeron que se había publicado, pero que todas las copias habían sido quemadas inmediatamente en Roma y que Galileo había sido condenado y castigado. Me quedé tan sorprendido que casi decidí quemar mis papeles o al menos no dejar que nadie los viera. No podía imaginar que Galileo -italiano y, según creo, bien visto por el Papa- pudiera ser considerado un criminal por haber intentado establecer, como sin duda hizo, que la Tierra se mueve. Sé que algunos cardenales habían censurado esta opinión, pero creía haber oído que al mismo tiempo se enseñaba públicamente incluso en Roma. Admito que si la opinión es falsa, también lo es todo el fundamento de mi filosofía, pues también con ella quedaría demostrada, y está tan estrechamente entreverada en cada parte de mi tratado que no puedo eliminarla sin dejar el resto de la obra defectuoso. Pero por nada del mundo querría publicar un discurso en el que la Iglesia pudiera encontrar una sola palabra censurable. Prefiero eliminarlo que publicarlo de una forma mutilada.

(Citado en A.C. Grayling, Descartes, p.p. 208-209)

El argumento principal de la Iglesia para oponerse al heliocentrismo era el Salmo 104:

¡Señor, Dios mío, qué grande eres!

Estás vestido de esplendor y majestad

y te envuelves como un manto de luz.

Tú extendiste el cielo como un toldo

y construiste tu mansión sobre las aguas

Las nubes te sirven de carruaje

y avanzas en alas del viento.

Usas como mensajeros a los vientos,

y a los relámpagos, como ministros.

Afirmaste la tierra sobre sus cimientos:

¡no se moverá jamás!