Mi iPhone roto y la filosofía de Steve Jobs

Mis enemigos gozarán con la fotografía que acompaña a este artículo. Se trata de mi iPhone 4 roto. Les puedo asegurar que todavía me circula la sangre con dificultad desde que lo vi precipitarse desde mi mesa al vacío. En otras circunstancias este sería un momento idóneo para comprarme otro chisme, pero, como nos han quitado la extra, conviene apretarse el cinturón, de modo que no me queda otra que escribir este post ‘in memoriam’.

He de decir que los aparatos siempre han ejercido sobre mí una poderosa influencia. De pequeño me fascinaban -¿y a quién no?- esos ordenadores gigantescos de las películas con varios monitores y cientos de botoncitos luminosos e intermitentes. El primer trasto que tuve parecido a eso fue un vídeo VHS que compró mi padre en los 80. Tenía muchísimos botoncitos y era tan complejo que en aquella época se solía bromear bastante con la dificultad para programar un vídeo. A mí me encantaba, especialmente, el mando a distancia. Tenía tantas funciones que estaba seguro de que jamás iba a poder usarlas todas. De hecho sólo usaba cuatro o cinco de los veinte o treinta botones que tenía. El problema era que nadie sabía para qué servían los demás. Pero servirían para algo, si no ¿para qué ponerlos? Yo envidiaba, se lo aseguro, al sabio que conociera los secretos de ese mando a distancia.

Cuando tuve mi primer ordenador -un Amiga 2000 que, por cierto, era muy bueno- pasaba horas y horas averiguando lo que era capaz de hacer el aparato. Tenía un intérprete de BASIC en el que podía teclear los programas que a veces se publicaban en las revistas. Era una gozada observar cómo un montón de instrucciones ininteligibles conseguían hacer que en la pantalla apareciera un dibujo o una sopa de letras. Al final me compraron un librito -que fue una especie de Biblia para mí- titulado ‘Basic avanzado para niños’ con el que conseguí muchas satisfacciones. Les aseguro que los pequeños programas que escribía no eran en absoluto espectaculares y sólo hacían trivialidades, pero para mí era increíble que un ordenador pudiera hacer esas trivialidades.

Ciertamente el ordenador hacía muchas cosas, pero he de reconocer que yo podía hacer muy pocas con el ordenador. El ordenador podía emitir sonidos más o menos modulados, pero yo no podía hacer música; el ordenador podía dibujar círculos y triángulos, pero yo no podía pintar, etc. Hacer, lo que se dice hacer de verdad algo con el ordenador era tan complejo e improbable como usar todos los botones del mando a distancia del vídeo. El aparato se me aparecía como un enigmático, impenetrable y fascinante fin en sí mismo. En muchas ocasiones, incluso, con tal de hacer algo ‘por ordenador’, me complicaba la vida mucho -muchísimo- más de lo necesario.

Yo diría que fue Steve Jobs quien tuvo la intuición que influyó de forma determinante en la evolución de las nuevas tecnologías. A esa intuición es a lo que yo llamo ‘su filosofía’ y consiste en que hay que hacer invisible la aparatosidad de los aparatos. Antes los aparatos tenían, por decirlo así, su ‘aparatosidad’ a la vista: el vídeo, la lavadora, un sistema operativo, un simple reproductor de CD, eran tan complejos como las máquinas de las películas de ciencia ficción, que exhibían constelaciones de botoncitos parpadeantes. Esa ‘aparatosidad’ que a mí me fascinaba era lo que realmente me impedía hacer cosas con los aparatos. Lo que me gusta de los aparatos de Jobs, sin embargo, no es lo que hacen, sino lo que yo puedo hacer con ellos.

Tras los aparatos ‘aparatosos’ hay una visión intelectualista del ser humano. Se trata de aparatos que exigen un estudio previo. Los aparatos de Jobs, por otro lado, suponen lo que me atrevo a denominar como una antropología ‘vitalista’ en el sentido Nitzscheano -autor por el que Jobs mostraba algún aprecio. Para Jobs el usuario es pura voluntad de poder y el aparato ha de amplificar su ‘poderío’ directamente, sin la mediación del ‘manual de instrucciones’ que requiere el intelectualista aparato ‘aparatoso’. A diferencia de lo que me pasaba a mí de pequeño, a Jobs no le interesaba lo que la tecnología podía hacer, sino lo que podían hacer las personas con la tecnología. Este cambio de perspectiva es, a mi juicio, determinante.

Es posible, aunque esto es ‘historia-ficción’ que, de no haber sido por el éxito de esta intuición de Jobs, la tecnología hubiera evolucionado en una dirección demasiado ‘intelectualista’, demasiado Bill Gates. Tal vez sin Jobs los aparatos serían ahora mucho más ‘aparatosos’ y eso, sin duda alguna, habría sido un considerable freno para el desarrollo de las tecnologías que ahora conocemos. Imaginen, si no, que fuera tan complejo ahora enviar un correo electrónico como lo era antes programar un vídeo, o que sus teléfonos móviles tuvieran tantos botones como un mando a distancia. Qué horror.

En fin. Que me he quedado sin iPhone. Feliz año nuevo.

Creemos que la combinación de la tecnología con las humanidades es lo que ofrece resultados que llenan nuestro espíritu de regocijo

Seteve Jobs    

¿Hace falta la Filosofía en la Educación Secundaria?

Lo confieso: ya no leo la prensa. Y a pesar de mis esfuerzos para permanecer ignorante, sé cómo van las cosas: van mal. Van muy mal. Y cada vez peor. La ‘prima de riesgo’, los ‘mercados’, las ‘agencias de calificación’ y la puñetera ‘deuda’ se nos aparecen cada mañana como espectros aguafiestas que nos acaban jodiendo el desayuno. En educación ya hemos recibido alguna colleja y esperamos más. Sólo nos preguntamos cuándo llegará, si en Navidad, en Semana Santa o para el verano. Algunos ya están avisando de que la solución a la crisis económica no tiene por qué ser (sólo) económica. Es el caso de José Penalva, el cual, en un reciente artículo, sostiene que «la salida de la crisis económica pasa necesariamente por la reforma del sistema educativo». Creo que pocos negarán esto. Ahora bien, mucho me temo que sí, que se reformará la educación, pero con criterios meramente económicos. O sea, que tratarán de gastar menos. Ignoro si mis temores están o no fundados, pero me consta que los comparto con buena parte de mis compañeros profesores. Concretamente, los de filosofía, que siempre tenemos la mosca detrás de la oreja y hace tiempo que nos sentimos observados, creemos que tarde o temprano nos descubrirán, y entonces nos preguntarán: ¿Y ustedes, ‘pa’ qué sirven?

Qué bochorno cuando eso pase y empecemos a balbucear y a decir las tonterías y tópicos que se suelen decir en estos casos. O, lo que es peor, qué vergüenza si empezamos a explicar lo bien que viene la filosofía para desarrollar las competencias ciudadana, emocional, digital o las que sean. Y, lo que sí me haría desear que me tragara la tierra, qué humillación si tenemos que ver cómo viene un Marina a intentar colar una ‘competencia filosófica’.

Tampoco creo que debamos evitar la pregunta. Si alguna disciplina ha de justificarse, esa es la filosofía. Quiero decir, que asignaturas de la Educación Secundaria como ‘Economía y empresa’, ‘Psicopedagogía’, ‘Tecnología industrial’ o ‘Técnicas de Laboratorio’ tienen un valor meramente accesorio, pues no están justificadas más que por razones coyunturales del tipo: ‘la asignatura x te sirve si luego quieres estudiar y’. Como diría el buen Kant: su necesidad es meramente hipotética. Pero la Filosofía no es una propedéutica, ni se estudia para tener una buena base de cara a estudiar farmacia, derecho o ingeniería industrial. La filosofía se presenta con una necesidad categórica -si me permiten seguir con el lenguaje kantiano. La filosofía, de entrada, supone una renuncia a estudiar asignaturas que sí constituirían una propedéutica para lo que quiera que vayamos a estudiar después. De modo que, si hay una asignatura necesitada de justificación, esa es la filosofía.

En un artículo anterior prometía comentar un texto de la Introducción a la Filosofía de Julián Marías. Creo que en ese texto están las claves del problema que planteamos. En primer lugar, si es necesario justificar la presencia de la filosofía, es porque a priori la filosofía no es algo necesario pues

Ni el hombre ha hecho siempre filosofía, ni es seguro que la siga haciendo siempre en adelante.

La filosofía no se sigue de la naturaleza humana. Es algo que podemos hacer o no sin dejar de ser humanos (afortunadamente -añadiría). Así que nada de justificar la filosofía apelando a una presunta naturaleza humana. La filosofía surge en una situación concreta de unos hombres concretos, que se ven obligados a filosofar por una necesidad vital concreta.

De hecho, quien se matricula en un curso de la Educación Secundaria no es la ‘naturaleza humana’, sino Pepito o Juanita. Decía Ortega que el hombre no tiene naturaleza, sino historia, de modo que lo que hace las veces de ‘naturaleza humana’ en Pepito o Juanita es su historia, que, por cierto, incluye la historia de la situación en la que se ven obligados a vivir, quiéranlo o no. Dice Marías en el texto que trato de comentar:

como el ser del hombre incluye esencialmente todo lo que le ha pasado, y al hombre le ha pasado hacer filosofía desde hace veintiséis centurias, ésta es ya, desde luego y para siempre, un ingrediente de la vida humana, algo que pertenece -aunque no siempre ocurrió así- al ser del hombre

Como he dicho, no educamos a la naturaleza humana, sino a un individuo europeo del siglo XXI, y lo hacemos con el objetivo de convertirlo en alguien capaz de situarse en un mundo que no ha elegido. La educación tiene entonces como misión introducir a ese individuo en el mundo en el que le ha tocado vivir. Y ese mundo incluye -querámoslo o no- la filosofía. Para llamarse ‘educativo’, un sistema europeo del siglo XXI debe contener la filosofía como un ingrediente esencial. Dicho de otra forma, en la Europa del siglo XXI, el sistema educativo incluirá la filosofía o no será ni sistema, ni educativo. Un sistema educativo -aquí y ahora- sin filosofía es un sistema amputado, y eso es verdad aunque a muchos le resulte dicha amputación sumamente placentera. Y esta amputación tiene una consecuencia: la desorientación, la inautenticidad y, al final, la barbarie.

Como el post se alarga, concluyo planteando un nuevo problema.  La filosofía es necesaria en el sistema educativo europeo del siglo XXI, pero ¿de qué forma? ¿Es la actual configuración de la filosofía la forma adecuada de incluir la filosofía en la educación?

La filosofía como ingrediente de la vida humana

Como supondrán por la entrada anterior, ando últimamente leyendo a Julián Marías. En realidad mi objetivo es leer a Ortega aprovechando que el año que viene forma parte del temario de la P.A.U. de la Comunidad Valenciana, pero he topado con Julián Marías y no hay manera de dejarlo. Empecé con las memorias y desde el principio el libro me ‘enganchó’ -como suele decirse con cursilería de los Best-Sellers. En algún momento Marías habla de cómo escribió uno de sus primeros libros (posterior, sin embargo a la famosa Historia de la Filosofía): la Introducción a la Filosofía, publicado por primera vez en 1947. Decidí leerlo al mismo tiempo que las memorias. El libro sólo pude conseguirlo en una edición de las Obras Completas de Marías en la biblioteca de la Universidad de Alicante, aunque, tras mucho rastrear, he podido comprar una quinta edición (!¡) de segunda mano a través de Amazon (y no el Amazon español, sino el de Estados Unidos) y además a un precio bastante razonable (no llega a 20€). Ciertamente es una lástima que un libro tan estimulante, bien escrito y profundo, de un autor español, sea prácticamente imposible de conseguir en España. Permítanme una cita del capítulo final del libro cuyo interés y actualidad disculparán su extensión y de cuyo comentario quisiera ocuparme en el siguiente post:

[…] la filosofía, en lo que tiene de realidad, radica en la vida humana, y ha de ser referida a ésta para ser plenamente entendida, porque sólo en ella, en función de ella, adquiere su ser efectivo. Lo que la filosofía es no puede conocerse, por tanto, a priori, ni expresarse en una definición abstracta, sino que sólo resulta de su hallazgo en la vida humana, como un ingrediente suyo, con un puesto y una función determinados dentro de su totalidad.

Pero aquí comienzan los problemas. Si se partiese de que el hombre, por naturaleza y sin más, en virtud de que posee la ‘facultad’ de conocer, la ejercita, bastaría con precisar los caracteres concretos de ese modo de conocimiento que se llama filosofía para saber a qué atenerse respecto de ésta. Pero a la altura a que hemos llegado resulta bien claro lo inadmisible de esa hipótesis. Ni el hombre ha hecho siempre filosofía, ni es seguro que la siga haciendo siempre en adelante. Más aún: si se entienden las cosas con algún rigor, de la existencia del hombre no se sigue sin más el conocimiento sensu stricto, sino que, como ha mostrado Ortega, éste es una posibilidad a que el hombre llega en virtud de una serie de necesidades, experiencias y pretensiones muy concretas. Pero, por otra parte, como el ser del hombre incluye esencialmente todo lo que le ha pasado, y al hombre le ha pasado hacer filosofía desde hace veintiséis centurias, ésta es ya, desde luego y para siempre, un ingrediente de la vida humana, algo que pertenece -aunque no siempre ocurrió así- al ser del hombre. Si, de un lado, la pregunta por la filosofía implica de un modo formal la pregunta por la vida humana, de otro lado, el saber acerca de ésta tiene que hacerse cuestión hoy de la filosofía

Julián Marías: Introducción a la Filosofía,  O.C., Tomo II, p.366,  Revista de Occidente, 3ª Ed. (Las negritas son mías)

Pueden escuchar una serie de interesantes conferencias pronunciadas por Julián Marías en la Fundación Juan March pinchando en los siguientes enlaces:

La juventud como instalación en el mundo histórico

Inseguridad y orientación en el joven

La madurez: seguridad y vulnerabilidad

Hombre y mujer: igualdad y equilibrio

El argumento biográfico de la condición sexuada

Del torero y del ciudadano


Y es que una paella de montaña regada con Monastrell conduce a deudas tan extrañas como ésta; una defensa del torero en tanto que ciudadano ejemplar. Y no veo como habría podido pagarla de no haber venido en mi auxilio El País Semanal con una entrevista a Morante de la Puebla.

Ya en la sobremesa habíamos reparado en que se ha escrito mucho en defensa de los toros -de la fiesta, de la tradición, de las dehesas…-. Pero no conocíamos -al menos por la polémica reciente que podemos encontrar en prensa, blogs, consejerías y parlaments- a nadie que hubiese ni siquiera esbozado una defensa del torero; un tipo humano que a nosotros nos pareció sin duda poco común; una de esas plantas raras que quizá merecerían ser protegidas y preservadas. Unas palabras del propio Morante ponían de manifiesto lo que habíamos presumido: “Yo no tuve elección […] Nunca imagine que no fuera ser torero. No sé que habría sido de mí de no serlo.” Según se nos dice en el citado artículo a los catorce años abandonaba Morante sus estudios de formación profesional, y uno se pregunta cómo habría podido sobrevivir Morante al sistema por el suspiran Gabilondo, y otros muchos, que pretenden ampliar la educación obligatoria hasta los dieciocho, y suponemos que lo llevaría más o menos como Huckleberry Finn; es decir, como tortura forzada. No es difícil adivinar que semejante sistema no hubiese permitido a Morante dormitar en la litera habilitada de su formidable Mercedes ranchera R320, ni vestir la elegante americana azul y los jeans de Dolce & Gabbana con los que posa encaramado a una encina [“pues que se joda” pensará algún antitaurino admirador de las directrices oficiales de la pedagogía hispana]. Pero no es el Mercedes ni la ropa de marca exclusiva lo que distingue a Morante; es el ethos y el pathos que manifiesta en la respuesta a la pregunta ¿por qué sigue uno toreando?; “Porque es mi vida. Aunque torear no es vivir; es sobrevivir. A veces da pena estar tan obsesionado con tu profesión. Quisiera pensar que algún día podría dejarla y dedicarme a divertirme, a disfrutar del dinero que he ganado. Pero cuanto más grande eres, más envidias ponerte delante de un toro. Me gustaría poder llevarlo con más alegría. No la alcanzo. Es una pelea conmigo mismo. Y así soy feliz. Pero así es muy difícil vivir Con esta respuesta Morante no sólo se nos presenta como refractario a todas nuestras educaciones para las ciudadanías, sino en oposición radical a lo que llamamos modernidad, progreso, ilustración y en oposición a vástagos de la modernidad tan distintos –que no distantes- como el liberalismo o el socialismo, en esta respuesta se manifiesta su pertenencia a antiguas lejanías, al mundo de lo heroico y de lo trágico. Morante no es un hombre moderno. Y mucho menos un hombre pueril.

Pero lo que no deja de asombrarme es oír, a alguien que abandonó la escuela a los catorce, decir:” Me gusta cómo hablaba García Lorca del duende y del arte. El arte es pinturero, y el duende sale más de la tierra. No voy a decir que yo lo tenga, pero se tiene o no se tiene. A veces sale. Y a veces no».

Ya me dirán ustedes si esto no es digno de ser preservado.

PS. Como las conversaciones distendidas –y prolongadas-, el arroz de la montaña y el Monastrell.

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