La muerte de Sócrates (y van…)

No es nuevo que desde los poderes políticos se ataque a la filosofía. Ha ocurrido cada vez que ha habido un cambio de ley educativa, y con gobiernos de signos políticos distintos. No parece una cuestión ideológica; o sí, pero en algún sentido que trasciende a los partidos.

Llevamos por aquí algún tiempo tratando de entender el porqué de ese ataque. Personalmente he llegado a la conclusión de que no hay un verdadero ataque a la filosofía. Seguramente sí hay un menosprecio, o incluso una indiferencia hacia la filosofía, pero nada en contra de la filosofía.

Si estoy en lo cierto y no hay un ataque a la filosofía, la situación es mucho peor de lo que parece. De un ataque uno puede defenderse y hasta salir victorioso. Ahí están todas las defensas de la filosofía que hemos leído en la prensa y las redes sociales, a las que yo, por cierto, me sumo. El problema es que si no hubiera ataque, todas esas defensas sólo serían aspavientos carentes de sentido, semejantes a los que haría un loco que creyera estar siendo atacado por demonios o insectos. De un ataque, digo, uno puede defenderse con nobleza, pero ante la indiferencia es muy fácil acabar sobreactuando y, en el peor de los casos, haciendo el ridículo.

Nietzsche señala la facilidad con la que confundimos la causa y el efecto. Esta idea siempre me ha parecido fértil como principio metodológico. Por eso, ante cualquier atribución causal, intento hacer el ejercicio de pensar si no se habrá confundido la causa y el efecto. Como mínimo esto lleva a posibilidades divertidas. Probemos ahora.

Un elemento común a las defensas de la filosofía habituales, que proliferan cuando se recortan horas atribuidas al departamento de filosofía, es el vaticino de grandes males para la sociedad si desaparece la asignatura. La filosofía sería necesaria para la formación del espíritu crítico y dialogante, cuyo ejercicio se colocaría como fundamento de la democracia. Esta idea se despliega de múltiples formas que no vamos a analizar aquí en detalle. Digamos que el asunto puede reducirse a la tesis de que, sin la filosofía (o un número suficiente de horas dedicadas a la misma en los planes de estudio), se perdería el espíritu crítico y quedaría resentida la democracia.

Pero ensayemos otra posibilidad. ¿Y si no es la eliminación de la filosofía la que causará la pérdida del sentido crítico? ¿Y si es la pérdida del sentido crítico y la corrupción de la democracia la que tiene como consecuencia el desdén por la filosofía? La eliminación o disminución de la filosofía en los planes de estudio no sería la causa de futuros males para la democracia, sino la consecuencia de la realización actual de esos males. No es la filosofía la causa del pensamiento crítico, sino al revés. La filosofía no puede producir lo que no es sino su condición. La situación de la filosofía en la enseñanza secundaria no será la causa de una enfermedad futura, sino que ya sería su síntoma.

Sin duda, esta hipótesis plantea una situación mucho peor que la del ataque, pues implicaría que todos los males que se atribuyen a la pérdida de la filosofía se han producido ya. Echemos un vistazo a las redes sociales, a los debates parlamentarios, a los resultados electorales around the world, a las nuevas formas de propoganda y márqueting político, a las verdades alternativas… La hipótesis de que el caldo de cultivo social ya no es capaz de nutrir a la filosofía no es del todo inverosímil.

Matar a Sócrates… No fue el asombro el origen de la filosofía occidental, sino la muerte de Sócrates.

Tanteos

pues leer es algo así como recibir a un extraño y atenderlo

Me han preguntado: ¿Qué significa leer filosofía? Pues,  leer es leer; adentrarse, detenerse, retroceder, retener. Acercar lo ausente. Proyectarse. 

 Todo esto vale también de la escritura.

 Y del pensar. ¿ Pensar? ¡ Qué difícil es pensar! 

 Pero con todo aún no hemos dicho nada, tal vez, sobre la filosofía. Todo lo anterior puede decirse, tal vez, de la lectura del periódico, de la novela, de la poesía o de las ciencias. 

 (Seguimos en camino.)

Cuando leo el periódico me adentro y me proyecto en la «actualidad» , lo común, lo cotidiano, en el «man» , el «uno», el «se» del que hablan Heidegger y Ortega. En la novela me sumerjo en otra u otras vidas, en la poesía en el sentimiento , ambas, novela  y poesía, pertenecen a lo artístico ( la recreación de una materia). Las ciencias me presentan o describen los hechos del «mundo».

 (Seguimos.)

 Creo que, con más o menos dificultad y con diferente aprovechamiento, tanto la novela como la poesía (incluido Paul Celán) pueden ser leídos  por cualquier lector cultivado. La lectura de las ciencias  naturales especializadas (no meramente divulgativas) es inaccesible para el neófito ,  pero esa dificultad quizá desaparezca para el lector especialista que posee los conocimientos pertinentes. (Desde luego otra cosa bien diferente sería tener el genio creativo para alumbrar tales teorías.)

 Sin embargo, y esto me parece muy peculiar, la lectura de la mayoría de las grandes obras filosóficas no solo no es accesible al público no especializado, sino además ni siquiera está garantizada por el hecho de poseer «cultura filosófica». ¿Qué es lo que propiamente sucede aquí?

 (Seguimos.)

 Lo anterior parece conducir a que la dificultad de leer filosofía radica en la dificultad de la filosofía misma. Y si nos preguntamos qué es lo que nos aparta de la filosofía -incluidos aquellos que hemos hecho de la filosofía una profesión, una vocación o una pose-, la respuesta es: la banalidad.

 No la banalidad que procede de nuestras limitadas capacidades (inevitable), sino aquella que procede de nuestra posición frente a la filosofía, la banalidad de la presunción, de la inautenticidad, la banalidad de la «cultura filosófica», la banalidad  de las respuestas comunes – la banalidad de las poses.

 (Seguimos.)

Solo leemos filosofía cuando nos disponemos a un auténtico adentramiento sin las respuestas dadas de antemano y nuestra actitud es la de «ir a las cosas mismas». Donde la única banalidad permitida e insuperable es la de nuestras limitadas capacidades, pues la conciencia no solo sabe lo que sabe, sino también sabe que no sabe, sabe que la verdad nunca está dada, que siempre se nos oculta. 

 Como diría un conocido maestro: la banalidad es la ocultación de la ocultación y con ésta  se oculta irremediablemente la verdad. La filosofía desaparece  en la banalidad y  leer filosofía se convierte en una actividad imposible.

(Meta provisional)

Responde mi interlocutor:

«Pienso que la banalidad impide leer en general, pues leer es algo así como recibir a un extraño y atenderlo. Y, por otra parte, también la banalidad puede sacarle algún provecho a la lectura de los grandes filósofos; puede inspirarse en ellos para crear anuncios publicitarios, por ejemplo. Claro que el provecho que obtenga no puede ser filosófico. Por definición.»

Confieso que he leído

Establecer distinciones claras no es característico de todos los hombres.

Aristóteles

El pasado mes de junio inicié la lectura del Tractatus logico-philosophicus de Ludwig Wittgenstein. La celebración del centenario de su publicación en alemán ha pasado sin pena ni gloria, lo que no deja de ser notorio pues es común presentarlo junto a Ser y tiempo de Martin Heidegger como el libro más influyente de la filosofía del siglo XX. Quiero pensar que este olvido se debe más a la situación sanitaria mundial, poco apta para reuniones y congresos, que a un cambio en las actuales tendencias y gustos  de la filosofía. No estoy seguro. Pero si esto significa que actualmente Wittgenstein no es venerado como un profeta o una estrella de rock, entonces podemos celebrarlo.

Había, claro está,  hojeado, repetidas veces el libro y conocía sus más célebres sentencias:  el objetivo del libro, su sentido,  «trazar límites al pensamiento, o mejor dicho a la expresión de los pensamientos… «, la función terapéutica de la filosofía, la distinción entre decir y mostrar, el mostrarse de lo místico, el silencio… los tópicos manoseados y repetidos. Pero no había hecho una lectura cuidadosa y sistemática, deteniéndome en cada aforismo, más bien al contrario había saltado sobre las dificultades eludiéndolas y, menos aún, había intentado una comprensión unitaria de todos sus temas. Reparar esta situación fue el reto que nos propusimos a principios del verano, y como siempre, me gusta disponer de buenos compañeros de viaje, para éste han sido: Russell, Kenny, Mounce, Morris, Tomasini y alguno más. He utilizado fundamentalmente la edición de Luis María Valdés y también la traducción de Isidoro Reguera y Jacobo Muñoz. -Del más importante compañero hablaré al final. He recurrido repetida y recurrentemente a la ayuda de cada uno hasta el parágrafo 6.4 «Todas las proposiciones tienen el mismo valor» ese último trayecto hasta el aforismo 7.» De lo que no se puede hablar, hay que callar», he decidido hacerlo solo, he querido apartarme de los rumores y de los fármacos, tal como en la película El Señor Ibrahim y las flores del Corán, el anciano que retorna a su tierra se adelanta a su joven compañero en el último trecho, advirtiendo la cercanía de lo sagrado. Que dejaría de serlo sin la debida soledad.

Ha sido en este mes de noviembre cuando he llegado a la última página, no sé si he cumplido el objetivo que propone Wittgenstein en el Prólogo: «su objetivo lo alcanzaría si procurase placer a quien lo leyera comprendiéndolo». Sí sé que no habrá sido por falta de esfuerzo y también que el placer ha sido mucho.

Leer el Tractatus no ha cambiado mi vida, al  menos de momento. Ni ha alterado en lo esencial el juicio sobre mí mismo. Pero me ha permitido conocer de manera directa y genuina los problemas que allí se plantean: los discutidos objetos simples y la posible metafísica a ellos asociada, la naturaleza del lenguaje y su relación con el mundo y el pensamiento, la naturaleza de la lógica, el paradójico final del libro: el sinsentido que muestra o – quizá-  el mostrarse del sinsentido.

Todo esto no habría sido posible sin la compañía, ayuda y guía de mi amigo Juanjo. Nos queda aún la síntesis final: la integración  de todos los temas y problemas ante un jugoso chuletón acompañado de Ribera del Duero y si se tercia con un espumoso al anochecer. Pues ha de servir también la filosofía a celebrar lo más preciado en la vida: la amistad.

Una decisión peligrosa

Qué le cantan las sirenas a Ulises?

 

Cada mañana vengo para ver
que todo está servido (me saludan,
al entrar, levantando un momento los ojos)
Y cada mañana me pregunto,
cada mañana me pregunto cuántos somos
nosotros, y de quién venimos,
y qué precio pagamos por esa confianza.

O quizá
no venimos tampoco para eso.
La cuestión se reduce a estar vivo un instante,
aunque sea un instante no más,
. . . . . . . . . . ………………… . . .a estar vivo
justo en ese minuto
cuando nos escapamos
al mejor de los mundos imposibles.
En donde nada importa,
nada absolutamente –ni siquiera
las grandes esperanzas que están puestas
todas sobre nosotros, todas,
. . . . . . ……………….. . . . . .y así pesan.

Jaime Gil de Biedma.

Heidegger nos advierte repetidamente contra una lectura sociológica o ético-normativa de Ser y tiempo, no porque no sea posible, sino porque no deberíamos confundir lo fundado con el fundamento; esta obra debe ser leída, nos dice, desde una metodología fenomenológica  en clave ontológica, pues es desde el ser desde donde se abre el espacio de la ética y no a la inversa. Sin embargo,  su lectura ética es, sin duda, muy atractiva -quizá como le parecían a Odiseo las sirenas. Se articula sobre tres ideas básicas: propiedad o autenticidad, respeto  e indulgencia.  La propiedad es la forma de ser original, auténtica e íntegra del proyectarse vitalmente en posibilidades que en definitiva es cada existencia humana. Respeto e indulgencia orientan la relación con los otros; como tales se fundan en la propiedad o, correlativamente, en la impropiedad, y se fundan en la propiedad cuando son liberadoras de las  posibilidades propias del otro. 

 Es muy fácil comprender por negación respecto de qué tipo de existencia somos advertidos: del tipo de existencia alienada, regida por  el «uno» o el «se» impersonal. Se trata de un modo de existencia  en la que el sujeto no es propiamente nadie singular, un modo de existir caracterizado por la huida de sí mismo y el encubrimiento. Frente a  esta, la existencia auténtica representa un recuperar el propio «sí mismo» recuperar las riendas de la propia existencia y  la responsabilidad  personal que ha sido rehuida en la existencia alienada, enajenada en el «uno» anónimo y  preestablecido.  La existencia auténtica no es el suelo primero en que nos encontramos; al contrario, de forma inmediata nos encontramos arrojados en la cotidianidad , en el día a día, con sus normas, costumbres, hábitos preestablecidos, con las opiniones e ideas comunes, con los prejuicios de cada época, con los objetivos y metas ya dispuestos, pero no propiamente propuestos. La recuperación del sí mismo desde esta pérdida de sí en el «uno» ,en el «se»,  solo es posible desde una decisión, una decisión que surge desde la experiencia de la angustia ante la nada del mundo, una decisión que surge desde el «estar vuelto hacia la muerte» ante la cual se derrumban todos los prestigios y exigencias del «uno» y que revela un sí mismo aislado, precario, sustentado en la nada.

Ese sí mismo que decide hacerse cargo de su situación, de su todo que es nada y proyectarse en sus posibilidades, ahora no simplemente dadas sino asumidas como propias, haciendo suyo el mandato antiquísimo: tú debes llegar a ser el que eres. 

Pero el que eres no es ajeno a tu querer. El que eres no es una esencia pre-existente, dormida,  que deba despertarse, actualizarse, sino un querer en pugna, latente o manifiesta,  con el uno, y cuya autenticidad solo se justifica en la autenticidad de la decisión. Una paradoja , o mejor,  una sirena, sin duda, peligrosa.

Un peligro frente al cual pudieran socorrernos el respeto y la indulgencia  que rigen el trato con los otros en la existencia compartida.  No parece, sin embargo, que tengan esa fuerza salvífica si lo consideramos a la luz de algunas decisiones políticas del filósofo de Todtnauberg.

Dice Pennac en Mal de escuela: Si quieres hacer reír al buen Dios, háblale de tus proyectos.

 

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